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21mar20


Pablo Iglesias se ahoga


A Pablo Iglesias le resulta insoportable estar en las bambalinas del Gobierno. Quiere protagonismo. Y lo quiere de manera perentoria, urgente, inmediata. Tanto que por dos veces --y las que hagan falta-- se ha saltado despóticamente la cuarentena a la que debía estar sometido por la infección de Irene Montero y ha comparecido, tan campante, en el Consejo de Ministros del pasado sábado y en la rueda de prensa del jueves con el ministro de Sanidad Salvador Illa.

Necesita estar, aparecer, hacerse notar. Solo se justifica a sí mismo si lanza discursos ideológicos cuando lo que tocan son intervenciones de gestión. Pero hay que comprenderle: Pablo Iglesias se está ahogando políticamente. En el Gobierno no es nadie; no tiene una función estratégica; ni maneja competencias con incisión en la vida de los ciudadanos; sus facultades carecen de sustancia, son meramente especulativas, de preparación, de discurso, de presencia. Su figura como ministro y como vicepresidente es perfectamente prescindible.

Por esa razón tiene que romper la cuarentena; por esa razón tiene que llamar "machista frustrado" al ministro de Justicia (hay que paliar la ineptitud técnica de Irene Montero en la precipitada reforma de Código Penal); por esa razón tiene que argumentar engañosas esperanzas de que los alquileres podrían ser aplazados o suspendidos; por esa razón tiene que comunicar campanudas reuniones con sus pares internacionales y autonómicos.

La realidad es que Pablo Iglesias no está en el cuarteto de ministros delegados para la gestión del estado de alarma (Defensa, Interior, Sanidad y Transportes); la realidad es que no logró colocar a ningún titular de UP en el cuarteto, ni siquiera a Yolanda Díaz, la ministra de Trabajo. La realidad es que en esta crisis carece de rol, de función, de papel. La realidad es que, desde el principio, Pablo Iglesias fue un eslabón formal, no material, para encadenar a Sánchez en la Moncloa. Nada más.

El Gobierno de coalición ha decaído. En realidad todo ha decaído. El Covid-19 no ha dejado nada en pie: ni los Presupuestos, ni la "mesa de diálogo", ni la reforma del Código Penal, ni la "agenda social". La legislatura ha quedado arrasada y Pablo Iglesias es consciente de que, o pelea por sacar la cabeza entre la multitud de ministros innominados y abundantísimos, o su propósito se viene abajo, su plan falla y Pedro Sánchez capitaliza la tragedia que vivimos y ellos, los de UP, quedan como parte del acompañamiento. Y entrar en el Gobierno podría haberse convertido en el mayor error de todos los posibles.

A Pablo Iglesias le resulta insoportable estar en las bambalinas del Gobierno. Quiere protagonismo. Y lo quiere de manera perentoria, urgente, inmediata. Tanto que por dos veces --y las que hagan falta-- se ha saltado despóticamente la cuarentena a la que debía estar sometido por la infección de Irene Montero y ha comparecido, tan campante, en el Consejo de Ministros del pasado sábado y en la rueda de prensa del jueves con el ministro de Sanidad Salvador Illa.

Necesita estar, aparecer, hacerse notar. Solo se justifica a sí mismo si lanza discursos ideológicos cuando lo que tocan son intervenciones de gestión. Pero hay que comprenderle: Pablo Iglesias se está ahogando políticamente. En el Gobierno no es nadie; no tiene una función estratégica; ni maneja competencias con incisión en la vida de los ciudadanos; sus facultades carecen de sustancia, son meramente especulativas, de preparación, de discurso, de presencia. Su figura como ministro y como vicepresidente es perfectamente prescindible.

Por esa razón tiene que romper la cuarentena; por esa razón tiene que llamar "machista frustrado" al ministro de Justicia (hay que paliar la ineptitud técnica de Irene Montero en la precipitada reforma de Código Penal); por esa razón tiene que argumentar engañosas esperanzas de que los alquileres podrían ser aplazados o suspendidos; por esa razón tiene que comunicar campanudas reuniones con sus pares internacionales y autonómicos.

La realidad es que Pablo Iglesias no está en el cuarteto de ministros delegados para la gestión del estado de alarma (Defensa, Interior, Sanidad y Transportes); la realidad es que no logró colocar a ningún titular de UP en el cuarteto, ni siquiera a Yolanda Díaz, la ministra de Trabajo. La realidad es que en esta crisis carece de rol, de función, de papel. La realidad es que, desde el principio, Pablo Iglesias fue un eslabón formal, no material, para encadenar a Sánchez en la Moncloa. Nada más.

El Gobierno de coalición ha decaído. En realidad todo ha decaído. El Covid-19 no ha dejado nada en pie: ni los Presupuestos, ni la "mesa de diálogo", ni la reforma del Código Penal, ni la "agenda social". La legislatura ha quedado arrasada y Pablo Iglesias es consciente de que, o pelea por sacar la cabeza entre la multitud de ministros innominados y abundantísimos, o su propósito se viene abajo, su plan falla y Pedro Sánchez capitaliza la tragedia que vivimos y ellos, los de UP, quedan como parte del acompañamiento. Y entrar en el Gobierno podría haberse convertido en el mayor error de todos los posibles.

Sánchez es razonablemente comprensivo. Le deja aparecer. Y hasta hace la trampa --¡que gesto más feo!-- de utilizar el decreto ley de medidas económicas para garantizarle un puesto en la Comisión Delegada de Asuntos de Inteligencia que controla el CNI. El presidente le cede espacio, aunque la que corta el bacalao es, por una parte, la única vicepresidenta que no lo es protocolariamente (Carmen Calvo) y, por otra, la que dispone de facultades ministeriales potentes (Nadia Calviño). La primera es presidenta del Consejo General de Secretarios de Estado y Subsecretarios; tiene funciones de coordinación interministerial; lleva la agenda legislativa del Gobierno y es secretaria del Consejo de Ministros. La segunda, con María Jesús Montero, de Hacienda, modula las medidas económico-financieras, interactúa con sus colegas europeos, está presente en los órganos de la Unión y marca la agenda de los hitos macroeconómicos.

Sin cuestión catalana que resolver (queda aplazada 'ad calendas graecas'), sin mesa de diálogo en la que sentarse con un Joaquim Torra que ha enloquecido en su sectarismo, sin Presupuestos que negociar este año porque los que se tramitarán serán los de 2021 y lo serán de "reconstrucción". Sin margen para "agendas sociales" a las que Podemos se aferraba como su gran fortaleza programática, ¿qué le queda a Pablo Iglesias? Abrirse paso a codazos, aparecer en las comparecencias televisivas, recitar intervenciones remitiéndose a la crisis de 2008 como si de aquello trajese causa lo que ahora nos ocurre, impostar una competencia técnica de la que carece (no la tiene porque no es un profesional y porque, además, no acumula experiencia política, compárese con el oficio de Salvador Illa).

No hay que descartar que, en su momento, no ahora, Pablo Iglesias, se marche del Gobierno, rompa la baraja. Todo dependerá del balance de daños que realice de su estancia en el poder. Muchas veces, ocupar los sillones del Consejo de Ministros es la manera más segura de enfilar hacia la irrelevancia electoral. Porque, de siempre, el pez grande se ha comido al chico y la pedrada de David a Goliat es la excepción bíblica que confirma la regla. Y la regla es que Sánchez tiene una memoria paquidérmica y dijo lo que dijo: que se fiaba de Iglesias exactamente tanto como Iglesias de él. O sea, nada. Este no era un gobierno de coalición para imprevistos. Y no ha habido mayor imprevisto que la tragedia del coronavirus. Que Iglesias se salte la cuarentena es todo un símbolo de la falta de idoneidad del secretario general de Podemos para desempeñar las (escasas) responsabilidades que ha asumido. Pero es comprensible: le falta el oxígeno y saca la cabeza. Si no lo hace, se ahoga.

[Fuente: Por José Antonio Zarzalejos, El Confidencial, Madrid, 21mar20]

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