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10mar19
La repugnante crucifixión de Pilar Baez
Desde que Cesare Beccaria, hace algo más de dos siglos, publicó 'De los delitos y las penas', uno de los libros más influyentes en el derecho penal, se sabe que hay un derecho a castigar, como él lo denominó, que tiene su origen en "la necesidad de defender el depósito de la salud pública de las particulares usurpaciones". Es más, sostenía Beccaria, "la palabra derecho no es contradictoria de la palabra fuerza", básicamente, porque el derecho es la suma de las pequeñas porciones de libertad que cada ciudadano entrega al Estado para que lo administre. Precisamente, para garantizar su propia libertad.
Beccaria, sin embargo, hacía suya una advertencia de Montesquieu, quien creía que toda pena que no se derivaba de la absoluta necesidad era tiránica. Y de ahí que su reflexión fuera contundente: "El fin de las penas no es atormentar y afligir a un ser sensible, ni deshacer un delito ya cometido". Por el contrario, sostenía el milanés, el fin no es otro que "impedir al reo causar nuevos daños".
Es por eso por lo que recomendaba a los jueces --aquellos que administran nuestra libertad desde la imparcialidad y el rigor jurídico-- que escogieran "aquellas penas y aquel método de imponerlas que, guardada la proporción, hagan una impresión más eficaz y más durable sobre los ánimos de hombres, y la menos dolorosa sobre el cuerpo del reo".
Pilar Baeza, la candidata de Podemos a la Alcaldía de Ávila, como se sabe, fue condenada en 1985 a 30 años de cárcel como cómplice de asesinato tras haber sido violada, presuntamente, por la víctima. Baeza, que entonces contaba 23 años, cumplió siete años en prisión de acuerdo con las leyes penitenciarias. Desde entonces, se ha reinsertado plenamente en la sociedad a través de diversos movimientos sociales. Sin embargo, desde que hace justamente una semana el diario 'El Español' publicó la noticia, se ha desatado un auténtico vendaval sobre su persona. Una especie de pena adicional --no prevista por los jueces-- respecto de la que ya cumplió de acuerdo con la ley penal.
Compadece al delincuente
El hostigamiento ha sido tan brutal que la propia Baeza ha hablado de 'chantaje', de 'extorsión' y de la existencia de una 'mafia' política para evitar que se presente a las elecciones. Es decir, haciendo caso omiso, ahora que se conmemora el Día Internacional de la Mujer, de la célebre cita de Concepción Arenal: odia el delito y compadece al delincuente.
Lo más sorprendente, sin duda, ha sido la reacción de algunos partidos que dicen defender el Estado de derecho. La Constitución, como se sabe, en su artículo 25, deja bien claro que las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad "estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados". Como ha dicho el propio TC, no se trata de un derecho subjetivo del reo exigible ante los tribunales, sino de una orientación general de la política penitenciaria que nada tiene que ver con los casos de reincidencia, que deben tener un tratamiento específico.
Por lo tanto, no hay dudas de que la resocialización forma parte de los objetivos de los poderes públicos en línea con la mejor tradición del derecho penal, que en su corriente mayoritaria ha defendido el castigo --la prisión-- como un medio, y no como un fin en sí mismo, para reestablecer el orden social.
Ni que decir tiene que el asunto de fondo no es la idoneidad de la candidata Baeza, que es una cuestión que corresponde decidir exclusivamente a los inscritos de su partido, y, posteriormente, a los ciudadanos en las municipales, sino hasta qué punto una parte del sistema político, junto a esa jauría que a veces son las redes sociales y determinados curas merinos que pululan por las radios, no son capaces de asumir la importancia de la reinserción como uno de los pilares del Estado democrático. O lo que es lo mismo, la obligación de hacer política sin confundir justicia con venganza, dando por hecho que la reparación total a las víctimas nunca será posible.
El asunto es apasionante porque está en el centro del debate público, que tiende a degradarse por la instrumentalización del pasado. En unos casos, por razones de oportunismo político y en otros por una concepción revanchista de la ley que desoye, precisamente, no solo el mandato constitucional, sino hasta los más elementales principios de humanidad, a los que todos tienen derecho, salvo que se quiera imponer la ley de la selva.
Un bucle infinito
Esa degradación de los principios morales explica, en buena medida, que España haya entrado desde hace algún tiempo en un bucle infinito en el que el futuro aparece como algo irrelevante, incluso intranscendente, lo que justifica la obsesión por el pasado. Mientras que, por el contrario, nuestra más reciente historia se ha convertido en el nuevo paradigma de la política. El pasado como fuente del derecho y como agente legitimador de conductas públicas. El celebre 'y tú más' llevado hasta el absurdo.
No es que se haga una revisión crítica de la historia, absolutamente necesaria en un país que ha sufrido repugnantes dictaduras y que tiende a enredarse en falsas legitimidades, sino que se hace un uso político del pasado nada constructivo que, de forma recurrente, acaba en agravios identitarios o en la demanda de ridículos estatutos de pureza de sangre más propios de la Inquisición en su batalla contra los conversos que del Estado de derecho. Y que este país ha utilizado históricamente para discriminar a minorías críticas con el poder.
Una especie de muerte civil impropia de países avanzados. ¿O es que una persona que paga impuestos y que está plenamente integrada en el orden social no tiene derecho a participar activamente en el devenir de su comunidad? Incluso, tratándose de un asesino o de un corrupto que ya ha ajustado cuentas con la sociedad. No se trata de olvidar, ni mucho menos de hacer borrón y cuenta nueva de comportamientos indeseables, sino de cumplir con uno de los principios básicos del Estado de derecho: la reinserción, que es justo lo contrario al linchamiento público.
El fenómeno, no solo afecta, desgraciadamente, a la política, también a las personas, lo que acaba por sacar lo peor de nosotros mismos cuando cada ciudadano se convierte en alguacil del próximo juzgando comportamientos reprobables, pero ya juzgados, completamente ajenos al debate público.
Es obvio que la consecuencia no puede ser otra que una parálisis institucional y una degradación de la convivencia, que en última instancia es la principal función de las leyes. Si el futuro se debe interpretar a la luz del pasado, nadie --o casi nadie-- estará dispuesto a renunciar a sus raíces, lo que convierte la política en un lodazal. También en el plano más personal. Un país que mira los certificados de penales para hacer política es un país enfermo.
[Fuente: Por Carlos Sánchez, El Confidencial, Madrid, 10mar19]
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