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09oct13
El honor perdido de los sindicatos
Hace unas semanas, el secretario general de UGT-Andalucía, Paco Fernández Sevilla -con un singular parecido físico a Julio Anguita-, publicaba en su blog un suelto, que arrancaba así: "Mienten aquellos que insinúan que UGT Andalucía se ha quedado con dinero destinado a los desempleados. Mienten deliberadamente con el único fin de hacer daño a esta organización y al derecho de los trabajadores a organizarnos para defender nuestros derechos. La alarma social provocada, la corriente de opinión generada, sólo pretende derribar el sindicalismo".
El líder de la UGT andaluza se sumaba así a quienes interpretan la realidad a la luz de sus problemas. O incluso a quienes se envuelven en banderas nobles para esconder sus miserias. No es, desde luego, el único. Muchos nacionalistas acostumbran a confundir su propia peripecia política con la del conjunto de la ciudadanía. Cuando se critica la estrategia de un determinado Gobierno, se dice a veces que, en realidad, estamos ante un ataque a Cataluña o al País Vasco, formulando, de esta manera, una peculiar sinécdoque política. Se confunde la parte con el todo.
Hasta el general Franco se defendía diciendo que existía un contubernio internacional para desestabilizar la dictadura. Los partidos políticos mayoritarios -PP y PSOE- también suelen defenderse de sus problemas escondiéndose bajo sus siglas. El PP decía que había una cacería contra todo el partido a cuenta del caso Bárcenas, y el PSOE de la época de González sostenía que existía una auténtica persecución contra su partido por parte del 'sindicato del crimen' (algunos de cuyos integrantes eran en verdad bastante sospechosos).
La realidad, sin embargo, es mucho más sencilla. Un castizo diría que "cuando no hay harina, todo es mohína", y ahora lo que sucede es que España se lame sus heridas de tanto desmán cometido en los años de exceso. Sin crisis, es muy probable que no hubieran salido a la luz muchos de los escándalos que hoy sacuden a la opinión pública. El dinero fácil (y a crédito) lo tapaba todo, y eso explica que hoy, cuando la marea está baja, se puedan ver en la orilla de la playa los cadáveres en forma de corrupción política y económica.
El problema, sin embargo, es que detrás de muchos de estos escándalos se encuentra la propia arquitectura institucional de la nación. Ya sea la jefatura del Estado, los partidos políticos o los sindicatos, y en un país con escasa sociedad civil capaz de articularla de manera ordenada, es un auténtico drama observar cómo, una a una, van cayendo las fichas del tablero institucional. Como si sustituirlo fuera fácil. Cambiar a toda la clase política -en el sentido amplio del término- no se improvisa, y es, además, una labor ardua que ocupa a toda una generación.
Un pecado de juventud
Y es por eso, precisamente, por lo que choca que no sean las propias organizaciones involucradas en presuntos casos de corrupción las que hayan sido las primeras interesadas en sacar a la luz la verdad. Probablemente, haciendo bueno aquello que decía Mark Twain: "La diferencia entre tragedia y comedia reside en el paso del tiempo". Y lo que al principio se vio como un pecado de juventud (una panda de golfos que montaron la red Gürtel, un grupo de descamisados que arramplaron con todo lo que pudieron en el caso de los ERE o que se gastaron glotonamente el dinero de los parados) es hoy un problema de Estado. No porque la identidad de los sujetos investigados -líderes sindicales de medio pelo acostumbrados a pastar del erario público-, sino porque lo que está en juego es la propia autoridad moral de las centrales sindicales ante la ciudadanía.
Lo que sorprende, sin embargo, es que no hayan sido los propios sindicatos -como antes debió de hacer el PP con Bárcenas y su entorno- quienes pusieran negro sobre blanco la contabilidad de sus organizaciones en los registros mercantiles (también son empresas y tienen miles de asalariados a su cargo). Seguramente, por falta de democracia interna, que impide que muchos líderes, elegidos por las direcciones confederales, digan las verdades del barquero y pidan explicaciones sobre cómo se gasta y por qué se ingresa el dinero que entra y sale del sindicato, dos preguntas fundamentales en cualquier organización, ya sea una empresa, un sindicato, una patronal o un partido político.
Explicaciones no con fines inquisitoriales, ya se verá lo que decidan en su día los tribunales de justicia, sino simplemente para tranquilizar a una opinión pública alarmada con tanto caso de corrupción. Y la democracia no es otra cosa que un sistema político articulado en torno a la opinión pública. Quien no entienda esto, simplemente no tiene autoridad moral para convocar acciones de protesta o negociar un convenio colectivo.
El problema de fondo, además de la debilitación de las instituciones en un país civilizado, es que pagan justos por pecadores. Miles y miles de delegados sindicales se dejan la piel todos los días en los tajos defendiendo a sus compañeros de trabajo. Pero, injustamente -otra sinécdoque-, algunos toreros de salón micrófono en ristre meten a todos los sindicalistas en el mismo saco de la corrupción, lo cual no solamente no es cierto, sino que es injusto.
Los sindicatos han sido los hermanos pobres de la Transición y en ocasiones han tenido que bailar con la más fea para lograr la paz social, un valor que este país no debería perder. Y por eso lo mejor es que sean ellos mismos quienes se pongan delante de la pancarta de la regeneración ética antes de que la Historia les pase por encima. Sería un trágico error que no lo hicieran.
[Fuente: Por Carlos Sánchez, El Confidencial, Madrid, 09oct13]
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