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01feb11
La crisis perpetua
Los numerosos y acuciantes problemas de España son puestos de relieve mediante el goteo controlado de la información y su posterior disección por renombrados periodistas económicos; casi todos ellos atrapados, de una forma u otra, en la red del interés particular, la militancia política y, en última instancia, los prejuicios ideológicos y culturales. Al margen de estas sutiles diferencias, el protagonismo de estas nuevas y rutilantes estrellas ha dado lugar a un emergente pensamiento único en el que una versión simplista de la Economía ha pasado a ser el centro del universo. Sus leyes se han convertido en el medio y el fin; la causa y la consecuencia.
Dentro de esta nueva visión cosmológica, no hay lugar para las reformas que desborden el ámbito de lo puramente "económico". Esta Economía lo es todo y son sus leyes las que, en definitiva, gobiernan el mundo; las que erigen y derriban los sistemas políticos, las naciones, los continentes y las civilizaciones. Ante este dios tronante, nos dicen los nuevos adivinos, sólo cabe adaptarse a sus ciclos y aceptar con resignación los estragos de las devastadoras crisis que, para castigo de nuestros pecados, caen sobre nosotros como ángeles vengadores. Una vez quedamos hipnotizados por esta abrumadora visión, nuestra voluntad individual desaparece.
Una crisis de origen político, no económico
Pero todo este embrollo no es más que un entretenimiento que el sistema fomenta con el fin de distraer nuestra atención. Porque lo cierto es que no es esa exógena Economía sino la letal combinación del interés y la cobardía de los políticos profesionales y los más influyentes ciudadanos lo que está llevando a nuestra sociedad al borde del abismo. Y, éstos, no sólo se niegan a reformar el sistema político sino que se han convertido en sus adoradores y más fieles servidores, al amparo, ahora, de la teoría del omnipotente dios económico.
Esta azarosa crisis, cuyo punto de partida fue el mitológico Estado de bienestar y cuyo horizonte final es el previsible y pavoroso empobrecimiento colectivo, no es fruto del azar ni de la concatenación de desastres fortuitos sino que, más allá de los avariciosos especuladores, es el resultado de la corrupción del poder político y de sus instituciones. Pues son precisamente las decisiones políticas -es decir, las de los seres humanos y no la ira de los dioses- las que han terminado por convertir la Economía en un grave problema para la mayoría y no en un medio para el progreso. La corrupción, el tráfico de influencias y los favores políticos, y su terrible derivada: la compulsiva planificación de unos gobiernos al servicio de sí mismos y de sus allegados, han hecho desaparecer la delgada línea que separaba lo público de lo privado, llevando a la sociedad al desastre al interferir en todos los órdenes de la vida, en beneficio de unos pocos.
Son las decisiones de un reducido número de hombres y mujeres, con la inestimable ayuda de nuestra complicidad, las que escriben el guión de la Historia. Y es la connivencia entre los políticos y los grandes agentes económicos, previa exclusión de los ciudadanos comunes, lo que genera las crisis. No existe un dios tronante por encima de nuestras cabezas que nos empuje irremediablemente a tomar el camino equivocado. Muy al contrario, lo que está sucediendo es el resultado lógico y previsible de decisiones particulares de personajes que han renunciado no ya a defender el bienestar general, sino al propio sentido común en favor de sus intereses a corto plazo.
Ideología y hooliganismo a cambio de racionalidad
Llegados a este punto, es importante entender que, para que la economía haya terminado en manos de unas minorías, el paso previo ha sido dar por bueno que la política se convirtiera en una herramienta de ingeniería social al servicio del "bien del Estado" y "en beneficio de la sociedad". Este es el quid de la cuestión, la piedra angular sobre la que se ha proyectado un mundo feliz, habitado por seres despreocupados y relativistas. La irresistible posibilidad de imponer nuestra ideología mediante el acceso al poder político, antes mediante la fuerza y hoy mediante el voto, y transformar el entorno para ahorrarnos padecimientos ha sido el punto de partida hacia el desastre.
Ese irracional deseo de vivir en la absoluta seguridad ha reducido el combate político e ideológico a la imposición de una visión sobre otra; es decir, al triunfo de unos intereses en detrimento de otros. Y en el fragor de esta batalla, en un momento dado, la racionalidad desapareció. Conforme la lucha se hizo más intensa, dimos más y más poder a quienes debían ganar en nuestro nombre. En consecuencia, la política terminó por escapar de nuestro control. Y el poder político, libre de cualquier atadura, ha terminado por servirse a sí mismo, quedando los ciudadanos a su merced.
La creencia de que renunciando a nuestra responsabilidad individual y sumándonos a un grupo o facción ideológica podíamos generar un poder con el que someter un entorno hostil a nuestra conveniencia, nos ha impedido advertir el peligro: la pérdida de libertad y nuestro propio sometimiento. Pues nosotros somos ese entorno y ahora estamos pagando el precio de nuestra equivocación.
En conclusión, la instrumentalización política del interés general mediante ideologías edulcoradas -a estas alturas, el signo ya es lo de menos- y propagadas como promesas de un mundo feliz es una trampa letal. Pensar que es posible generar estructuras de poder que, pasando por encima de los individuos, obren el milagro de satisfacer demandas sociales que tienden a infinito con recursos que desgraciadamente son finitos, no se sostiene racionalmente. Y mientras no nos demos cuenta de este terrible error y, en consecuencia, no se produzca un cambio de mentalidad en cada uno de nosotros, no podremos pensar siquiera en empezar a revertir la situación. Dentro de la actual visión colectiva no hay salida; la crisis será perpetua y, generación tras generación, seguiremos atrapados en un ciclo infinito de curvas ascendentes y descendentes que desembocarán tarde o temprano en una profunda depresión de la que ya no será posible escapar.
[Fuente: Por Javier Benegas, El Confidencial, Madrid, 01feb11]
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