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31mar13


"Un país endeudado no tiene soberanía ni democracia"


Ya Shakespeare advirtió en una célebre cita que "excelente cosa es tener la fuerza de un gigante, pero usar de ella como un gigante es propio de tiranos". Y eso es, exactamente, lo que ha sucedido con Chipre, a quien el gigante ha arrojado al averno simplemente porque su capacidad de reacción es nula.

Grecia, su socio natural, es un zombi que pulula por las cancillerías europeas, mientras que Turquía -que controla el tercio norte de la isla- se mantiene al acecho en busca de la reunificación bajo la bandera de Estambul (el país estuvo bajo dominio turco hasta 1878). La tercera posibilidad para Chipre era echarse en brazos de Moscú, pero esta hipótesis hubiera sido igual que salirse del euro, y eso es lo que han querido evitar las autoridades de Nicosia aunque sea tapándose la nariz. Sobre todo el nuevo Gobierno, más pro occidental que el anterior.

Chipre, por lo tanto, es una patata caliente que nadie quiere tomar entre sus manos, y eso explica la dureza incivil de la troika con un pequeño país (no todo es mafia rusa) sin capacidad de respuesta. Lo curioso del caso es que Alemania y sus socios del núcleo duro del euro esgrimen argumentos que revelan que el caso chipriota es, en realidad, la historia de un escarnio público. O la historia de un experimento, como se prefiera.

Sostiene la troika que el peso del sistema financiero chipriota respecto de su PIB es, simplemente, insostenible. Y es verdad. La economía financiera representa nada menos que el 700% del PIB de Chipre. ¿Pero qué hacer, por ejemplo, con Luxemburgo -acreditado paraíso fiscal- con un sistema bancario que supone nada menos que el 2.100% de su PIB?

No es que sea siete veces, es que el sistema financiero luxemburgués es veintiuna veces el producto interior bruto del Gran Ducado. Sin embargo, y aquí está la contradicción, a nadie interesa tocar este enorme portaviones situado en el corazón de Europa por razones elementales. Algo parecido sucede con Malta, cuyo sector financiero representa, igualmente, siete veces el PIB de la antigua colonia británica.

Es evidente que Luxemburgo no es Chipre (ni Malta). Entre otras cosas porque se trata de un país democrático donde funcionan las instituciones. Pero no lo es únicamente por razones socio-económicas o por tradición institucional y cultural, sino, sobre todo, porque el enorme peso de su sector financiero está vinculado a que la gran mayoría de sus bancos son extranjeros y se centran en actividades intragrupo. Son por lo tanto, intocables a los ojos de la Unión Europea, siempre fuerte con los débiles pero débil con los fuertes, como refleja lo sucedido estos días. Luxemburgo, de hecho, es el paraíso fiscal que más utiliza la banca procedente de Alemania -con diferencia el principal inversor en el país- para hacer sus operaciones en el exterior. Un auténtico offshore a las puertas de casa al que se puede acudir en coche de línea -que se decía antes- y bajo la protección legal de la UE.

Un modelo de negocio

Luxemburgo es, por lo tanto, la punta de lanza de muchas multinacionales que quieren entrar en Europa pagando menos impuestos, como han reconocido las propias autoridades luxemburguesas, y eso explica que nadie cuestione su modelo de negocio. Juncker, su primer ministro, y anteriormente presidente del Eurogrupo, lo ha reconocido sin tapujos: "El sector [financiero] contribuye así a la competitividad general de todos los Estados miembros". Y tiene razón. Nada menos que el 42% de la inversión extranjera directa que llega a la UE desembarca en un pequeño país de apenas medio millón de habitantes para no pagar apenas impuestos.

Es de agradecer la sinceridad de Juncker, pero lo que pone de relieve es que hay dos tipos de paraísos fiscales: los nuestros, lo que se sitúan en el núcleo duro del euro, y los otros, los que se ubican en la periferia sur (salvo Gibraltar). Parafraseado a Franklin D. Roosevelt cuando hablaba del tirano Anastasio Somoza, Luxemburgo cumple el papel de "un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta".

El caso de Chipre -el nuevo paria de Europa- es, en todo caso, mucho más que la crisis de un pequeño país que nunca tenía que haber formado parte de la moneda única salvo que su sistema financiero se hubiera regido por la regla de la racionalidad. Es un riesgo evidente que pequeños estados con una moneda fuerte como es el euro sólo pueden ser destino de buena parte del dinero caliente que recorre el mundo en busca de seguridad, y, si es posible, alguna rentabilidad. Y Malta va camino de ser la nueva Chipre.

En todo caso, lo que refleja la actual situación es que la soberanía económica de un país -y Chipre y otros estados intervenidos la han perdido- pasa por el diseño de políticas económicas autóctonas que dejen alguna capacidad de maniobra a los gobiernos. Una Europa federal. De lo contrario, como se preguntaba Hannah Arendt: ¿cómo es posible vivir en el mundo, amar al prójimo, si el prójimo no acepta quien eres?".

Esta pregunta de la pensadora alemana conecta directamente con el problema de fondo de la actual configuración de Europa, derivada del absolutismo más ramplón. Como el soberano -en este caso Alemania- es quien ha creado la ley, las autoridades germanas y su área de influencia están obligadas a situarse por encima de ella (control de capitales o imposición de jefes de Gobierno no elegidos democráticamente- y por eso la dureza de la norma se aplica sólo a los súbditos y no a sí mismo (¿hubieran aceptado los ahorradores alemanes una quita de sus depósitos superiores a los cien mil euros?). Por tanto, el soberano es una persona que crea orden "de lo amorfo y del caos", como sugería Bodino.

Dependencia exterior

No se trata, evidentemente, de reivindicar la autarquía ni el regreso al aislamiento político o económico. Ni mucho menos una exaltación del nacionalismo casposo. Muy al contrario, el futuro pasa por incardinar la política económica en un contexto global, pero evitando que la dependencia exterior -redefiniendo el concepto de soberanía- cause estragos en la economía nacional. Y en este sentido, merece la pena leer una reciente entrevista que le hizo La Vanguardia a Göran Persson, durante ocho años primer ministro sueco.

Persson -hoy felizmente dedicado a la agricultura- recuerda los años de descontrol presupuestario en Suecia, y como él, en calidad de ministro de Economía, tenía que acudir de forma periódica a Nueva York -como hace ahora De Guindos y antes Salgado- para convencer a los inversores de que compraran deuda pública de su país. Era humillante, reconoce, pero a fuerza de tanta pesadumbre sacó una conclusión: "Un país que debe una barbaridad de dinero ni es soberano ni tiene democracia que valga, porque no es dueño de sí mismo". Y sigue Göran Persson: "Para recortar esa deuda que nos humillaba tenía dos caminos: hacer lo que debía y no ser reelegido o no hacer nada y seguramente tampoco ser reelegido, pero, además, perjudicaba con mi inacción a mi país".

Como es lógico, Persson se convirtió en el ministro de Economía peor valorado de la historia de Suecia. Pero cuatro años después, los ciudadanos suecos volvieron a confiar en el Partido Socialdemócrata, y seis años después el país abandonó el déficit y dejó de depender de Wall Street. Una última reflexión de Persson: "Si un país gasta más de lo que ingresa, deja de ser soberano porque depende de sus deudores, y si no es soberano, sus ciudadanos no deciden su destino y ya no es una democracia, y si no es democracia, tampoco puede ser social".

Julián Marías un europeísta convencido y sincero como pocos, de una honestidad intachable, lo definió de forma magistral: "La unión no significa la pérdida de la soberanía, sino soberanía compartida, la única que puede existir en un mundo definido por relaciones de interdependencia".

[Fuente: Por Carlos Sánchez, El Confidencial, Madrid, 31mar13]

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