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03jun13
El acuerdo agrario entre el Gobierno y las Farc: ¿una oportunidad para vigorizar las áreas rurales?
El anuncio del acuerdo agrario entre el Gobierno Nacional y las Farc es una buena noticia para el país. Más allá de avanzar en el primer punto de la agenda, es una buena noticia porque los compromisos logrados son pasos que el país debe dar así fracasen las negociaciones de paz. La ausencia del Estado en las regiones rurales de Colombia ha significado una débil protección de los derechos de propiedad de la tierra, unos mercados de tierra deficientes que han favorecido su concentración y un desarrollo económico precario. Además, el conflicto armado sucede primordialmente en las áreas rurales del país. La población rural vive entonces a merced de los grupos armados, con una deficiente provisión de servicios públicos y sociales y desconectados de los mercados del país. No es sorprendente que la pobreza en las regiones rurales sea bastante más alta que el promedio nacional y que el país aún no aproveche su potencial agrícola.
Si bien no se conocen los detalles del acuerdo, los puntos generales acordados van en la dirección correcta para recuperar el tiempo perdido por décadas en las áreas rurales. Veamos por qué.
El objetivo central del acuerdo es promover el acceso a la tierra para población campesina. Las tierras para asignar a la población campesina provendrán de un Fondo de Tierras para la Paz que se alimentará de baldíos de la Nación y tierras públicas o privadas apropiadas ilegalmente. Estas tierras se asignarán a pobladores campesinos que carezcan de tierras.
La tierra es el principal insumo de producción en las áreas rurales. Sin embargo, sólo un 41,6% de la población rural tiene algún tipo de acceso a la tierra. La distribución de la tierra es, además, sumamente desigual. La gráfica que acompaña este texto muestra la evolución de la concentración de la tierra en Colombia desde 2000 hasta 2011 con base en el índice Gini, calculado con datos del catastro nacional del Instituto Geográfico Agustín Codazzi. El índice Gini varía de cero a uno, de tal manera que cero representa una distribución equitativa de la tierra y uno una distribución sumamente inequitativa. Tal como se aprecia, en Colombia el índice Gini aumentó a 0,875 en 2011, cuando en 2000 era 0,855. Con esta concentración de la propiedad, Colombia se convierte en uno de los países con mayor desigualdad en la propiedad de la tierra del mundo. Esto no es algo nuevo. Si bien el conflicto actual presumiblemente contribuyó a acrecentar la concentración, la mala distribución proviene de dinámicas históricas y la débil institucionalidad rural del país.
La asignación de tierras que propone el acuerdo busca entonces aumentar la población rural con acceso a la tierra y disminuir su concentración. Si el Gobierno Nacional es efectivo para alimentar el Fondo de Tierras para la Paz, se hará una reforma agraria ambiciosa. Para esto es importante que no repitamos nuestra historia. Se deben fortalecer las instituciones nacionales y locales encargadas de los temas agrícolas y rurales. Además, el Gobierno Nacional debe tener una voluntad política férrea para no sucumbir ante las presiones de los grupos de interés que en otras ocasiones han impedido llevar a cabo las reformas agrarias necesarias.
El acceso a la tierra sin protección de los derechos de propiedad sería una reforma incompleta. Varios puntos del acuerdo se centran en fortalecer la protección de los derechos de propiedad de la tierra. La formalización de predios, la creación de mecanismos para solucionar conflictos de uso, la puesta en marcha de una jurisdicción agraria y la actualización del catastro rural son pasos fundamentales para proteger los derechos de propiedad.
Sin la protección de derechos de propiedad, el desarrollo económico será elusivo en las áreas rurales. ¿Por qué? Cuando hay incertidumbre sobre la propiedad de los predios, los agricultores prefieren hacer inversiones con retornos de corto plazo que suelen ser de baja rentabilidad. Dada la posibilidad de perder la tierra en el próximo mes o año, prefieren extraer las ganancias de la tierra en el muy corto plazo. No contar con título de propiedad de la tierra reduce, además, el acceso a créditos. Esto, por supuesto, impide a los agricultores aprovechar el potencial de sus tierras y reduce la producción agropecuaria. Si a esto le sumamos el conflicto armado, la posibilidad de perder la tierra es mucho mayor y, por ende, las inversiones en la tierra son mucho menores.
Las cifras para Colombia, aunque bastante deficientes, muestran que la informalidad en la propiedad de la tierra es más la regla que la excepción para los pequeños agricultores. Cifras de la Encuesta de Calidad de Vida del DANE de 2010 revelan que uno de cada dos campesinos con acceso a la tierra carece de título de propiedad. Esta informalidad se concentra en la población pobre y no en los grandes propietarios. La Encuesta Longitudinal Colombiana de la Universidad de los Andes (ELCA) encuentra que para 2010 los propietarios formales, en comparación con los informales, tienen más créditos, invierten más en sus predios, generan mayores ingresos agrícolas y tienen en general una mayor calidad de vida.
Pero la informalidad ha generado una dinámica aún más perversa: el despojo masivo de tierras como consecuencia del conflicto armado. La población desplazada proviene primordialmente de las áreas rurales. Un alto porcentaje de esta población tenía algún tipo de acceso a la tierra (55%, según estudios de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes). Infortunadamente, sólo una tercera parte de éstos tenía título de propiedad formal. Esto facilitó el despojo masivo de tierras e implica un reto importante para el proceso de restitución.
Nuestras estimaciones para 2010 calculan que la población desplazada abandonó o perdió 6 millones de hectáreas, dos millones de las cuales fueron despojadas y su recuperación será difícil debido a la precariedad en sus títulos de propiedad. Estos dos millones de hectáreas es una cantidad significativa, pues equivale a 3,4 veces las hectáreas que otorgó el Gobierno Nacional entre 1993 y 2002 en sus programas de reforma agraria y un poco menos de la mitad de las hectáreas dedicadas a cultivos agrícolas. Es decir, los violentos fueron más eficaces que el Estado para asignar tierras.
La formalización que propone el acuerdo es bienvenida y necesaria. Pero el reto es enorme. Las instituciones encargadas de estas labores han sido tradicionalmente débiles, se debilitaron aún más durante las últimas décadas y, en algunos casos, fueron cooptadas por los grupos ilegales en ciertas regiones. Además, los sistemas de información de propiedad de la tierra están desactualizados y son deficientes. El catastro rural debe ser actualizado y se debe establecer una interfaz con las oficinas de registro de instrumentos públicos. La formalización requerirá la resolución de un sinnúmero de disputas entre propietarios legales y, en muchos casos, la reconstrucción de despojo tras despojo ilegal de tierras. Poner la casa en orden y formalizar la propiedad de la tierra será entonces un proceso largo que tomará más de una década. Si se lleva a feliz término, será una de las reformas más importante para las áreas rurales de Colombia. Los otros puntos del acuerdo apuntan al desarrollo rural. La provisión de planes de vivienda, agua potable, asistencia técnica, capacitación, educación, adecuación de tierras, infraestructura y recuperación de suelos son algunos de sus objetivos. A diferencia de los dos puntos anteriores, el acuerdo es bastante vago en estos puntos. Son objetivos de la mayor importancia. Otorgar y formalizar la propiedad, sin programas paralelos de desarrollo rural, puede conllevar a una mayor concentración de la propiedad. Si los pobladores rurales no pueden poner a producir sus tierras y vender sus productos en los mercados, se verán abocados a venderlas. Esto puede conducir a una mayor concentración de la tierra, como ha sucedido en algunos países africanos tras los programas masivos de formalización que se han llevado a cabo. Infortunadamente, el acuerdo no da muchas luces sobre cómo se alcanzarán estos objetivos, que requerirán de una institucionalidad muy fuerte y una asignación generosa de recursos fiscales.
Quizá la mejor noticia para los pobladores rurales es el fin del conflicto. Vivir en medio de la guerra ha sido su cotidianidad. Han aprendido a producir, vender y convivir en medio del fuego cruzado. El fin del conflicto les permitirá finalmente invertir sin miedo, producir los cultivos más rentables, no enfrentar temor por perder la propiedad de la tierra, no pagar extorsiones, para así alcanzar su potencial productivo.
[Fuente: Por Ana María Ibáñez, El Espectador, Bogotá, 03jun13]
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