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30mar11
A los Embera les duele recuperar su memoria
La Fiscalía de Antioquia se adentró a una vereda de Juradó en el corazón selvático chocoano para exhumar los cuerpos de Angelmiro Chájito, gobernador indígena, su hermano Porfirio y su sobrinito Alonso, asesinados por paramilitares hace once años.
Arcensio no fue capaz de terminar la historia. Lloró y después se quedó en silencio con la mirada puesta en la copa de los árboles que adornan las casas de la comunidad Embera de Aguascalientes (Juradó, Chocó). En ese mismo momento, a quinientos metros desde donde estaba, el equipo de exhumaciones de la Fiscalía desenterraba a sus familiares. Él mismo fue quien les señaló el lugar pero no fue capaz de quedarse para ver los restos ni hablar sobre la muerte. Entró en una especie de letargo. Era la primera vez que tocaba el tema desde aquel domingo de agosto de 1999 cuando los paramilitares asesinaron a sus dos hermanos y a su sobrino de cinco años. Ese día Arcensio se salvó porque corrió selva adentro y se camufló entre las aguas de una cascada. Una bala le rozó la espalda.
La cicatriz sólo se la ha visto una vez frente al espejo. La ignora. Prefiere no recordar nada. Prefiere no pensar en el peor día de su vida. La historia la cuentan los otros. Cuentan que ese domingo a las seis de la mañana, las mujeres de la comunidad de Aguascalientes apenas se estaban levantando a preparar el desayuno. En ese momento, una docena de paramilitares llegaron a la tribu y le pidieron a los indígenas que se formaran frente a la casa de Angelmiro Chájito, el gobernador de la comunidad. El líder de los uniformados – un hombre alto, de pelo ensortijado y blanco según la descripción de los sobrevivientes- sacó un papel blanco del bolsillo y comenzó a llamar a algunas personas no por su nombre sino por la características de su vestimenta: el de mochos azules y camiseta blanca, el de pantalón café y botas negras de plástico, el de camisilla de rallas blancas y azules. Descripción que coincidía con la de los líderes de la comunidad Embera de Juradó. Los acusaba de ser colaboradores de la guerrilla de las Farc.
Antes de comenzar la exhumación por parte de la Fiscalía de Medellín, la comunidad de Aguascalientes realizó un ritual ante las fosas, guiado por una de las mujeres que conocía a las tres víctimas. Una vez terminado se regresaron para sus viviendas porque, según sus creencias, el espíritu de los muertos puede entrar en conflicto con el de los vivos.
A quienes llamaba, debían dar un paso al frente y acostarse bocabajo sobre la tierra. Cuando llegó el turno del gobernador, este les dijo que ellos no le debían nada a nadie pero que si los iban a matar que lo hicieran dentro de la comunidad, que no se los llevaran para el monte. Uno de los ‘paras’ comenzó a disparar sin reparos y mató a dos: Angelmiro y a su hermano, Porfirio. El hijo de este último, Alonso, un crío de cinco años, estaba en el techo de la casa. Comenzó a gritar por su papá muerto y a quejarse tan fuerte que su llanto fue lo único que se escuchó en toda la tribu durante segundos. Un hombre armado le hizo un gesto con la mano para que se callara pero Alonso Chájito seguía gritando sin consuelo porque su papá estaba tirado en un charco de sangre. El hombre le apuntó con su arma y como si se tratara de “tiro al blanco” le disparó cuatro veces. El niño cayó sin vida sobre el cuerpo del papá.
En ese momento, Arcensio, que ya estaba bocabajo a la espera del disparo, se paró y corrió hacia los arbustos que estaban detrás de la casa. Cerró los ojos como si supiera de memoria el camino hacia la selva hasta que sintió el sonido de una cascada cerca del Río Juradó. Miró hacia atrás y se dio cuenta de que uno le apuntaba con el arma. Arcensio se metió a la cascada y escuchó un rafagazo. Uno de los proyectiles alcanzó a rozarle la espalda. Se sumergió y comenzó a nadar evitando salir a la superficie. El “para” lo dio por muerto. Arcensio, quien para la época tenía 19 años, se puso en la herida yerbas que encontró en el camino y regresó a su aldea casi al anochecer.
Pero allí no había nadie. Ni una sola persona en ninguna de las 16 chozas que conformaban la comunidad. Sólo los animales y algunas prendas de vestir que estaban extendidas al sol. Pensó lo peor, que él era el único sobreviviente. Decidió esperar a que amaneciera y salir para el casco urbano de Juradó y contar lo que había sucedido.
Cuando llegó a Juradó, se dio cuenta de que todos sus parientes de la aldea estaba allí. Ellos también lo habían dado por muerto. Cuando lo vieron comenzaron a llorar y lo abrazaron. Le contaron que los cuerpos de sus hermanos y su sobrino ya estaban envueltos en mantas en el muelle a la espera de una canoa que los transportaría hasta Dos Bocas para enterrarlos (una comunidad indígena de la zona a dos horas por el Río Juradó). Le contaron, además, cuál había sido la orden paramilitar: “No queremos ver a nadie en este hijueputa pueblo”.
Luego, Arcensio preguntó por Francia, la esposa de Argemiro, para preguntarle por los detalles de la matazón o por si sabía la verdad de por qué los habían matado. Ella le explicó que un paramilitar había visto a una de las mujeres indígenas dos semanas atrás transportando 13 almuerzos desde Juradó hasta la aldea para servirlos en los comedores infantiles que la Alcadía del municipio había dispuesto durante ese año.
Estaban seguro de que eran provisiones para los hombres del Frente 57 de las Farc, que aún hoy se mueve por esa parte de la selva chocoana. Al final, Francia le hizo una advertencia a Arcensio: “Aguascalientes ya no existe para nosotros. Ni te asomes”.
De las diez comunidades indígenas que viven en el municipio de Juradó, dos, el Guayabo y Aguascalientes, tuvieron que desplazarse en su totalidad por órdenes de los paramilitares. Dos Bocas, por ejemplo, donde se hicieron las exhumaciones, fue una de las aldeas a donde llegaron algunos indígenas desplazados. Hoy está habitada por 36 familias que, salvo en eventos extraordinarios como la exhumación, prefieren no hablar del pasado. Incluso, para que la Fiscalía pudiera realizar sus labores, tuvo que pedir la autorización no sólo de Arcensio y los otros familiares de las víctimas sino del gobernador actual y del cabildo mayor.
Además, la creencia de esta comunidad es que no se deben desenterrar a los muertos porque sus espíritus pueden entrar en conflicto con los de los vivos. Por eso el equipo de la Fiscalía tuvo que asistir a un ritual antes de comenzar a cavar en la tierra. Según explicó César Guasiruque, el gobernador actual, el ritual les permitiría estar en paz con el espíritu de las víctimas.
Salvo César y dos de sus compañeros, nadie soportó la escena del desentierro. Sólo permanecieron durante la ceremonia y después se retiraron para sus respectivas hamacas. La razón no sólo era religiosa. La noche anterior los había visitado un candidato a la Alcaldía de Juradó y les convidó a licor. Bebieron durante toda la noche mientras él les presentaba sus propuestas. Por eso no estaban en condiciones de ver a la muerte ni de revivir su pasado. (Ver artículo adjunto: Historias de Frontera).
Los restos de los tres cuerpos fueron embalados meticulosamente en tres bolsas rojas. En este momento se encuentran en un laboratorio en Medellín a la espera de que sean cotejados no sólo con las muestras de sangre de Arcensio Chájito sino la de los hijos del gobernador indígena y su hermano. Los acompañan los restos de otras nueve personas que también fueron exhumadas durante la primera semana de marzo en todo Juradó.
Este pueblo fronterizo, pues Panamá queda a tan sólo media hora en lancha, vivió la barbarie paramilitar hace una década y sólo hasta ahora se empiezan a conocer las historias de dolor de sus habitantes. Los indígenas –que conforman casi el 40 por ciento del total de la población- no estuvieron exentos de la matazón. Y para peor, por tradición, no expresan su dolor, ni cuentan; se contienen y prefieren tragarse el recuerdo.
Les pasa como a Arcesio, les gana el llanto. Es posible que salvo el día de la ceremonia de entrega de los restos que se hará dentro de ocho meses en Medellín o Bahía Solano (a tres horas en lancha desde Juradó), no habrá otro momento en el cual los indígenas de Aguacalientes y Dos Bocas revivan el recuerdo de sus muertos. Ellos elijen dejarlo bajo tierra.
[Fuente: Por Mauricio Builes, enviado especial, Verdad Abierta, Bogotá, 30mar11]
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