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31jul20
Mario Paciolla fue asesinado igual que un activista colombiano
El miércoles 15 de julio Mario Paciolla fue encontrado ahorcado en su casa en San Vicente de Caguán, un municipio colombiano a las puertas de la selva amazónica en la región de Caquetá. Mario se encontraba en San Vicente como colaborador de la Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Colombia debido a la presencia en el ayuntamiento de uno de los 24 Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (Etcr) previstos por los Acuerdos de Paz firmados por las Farc-Ep y el Gobierno colombiano en 2016. En estas áreas, pensadas para facilitar el desarme y la reintegración de los ex-guerrilleros en la sociedad, la ONU cumple el mandato de monitorear y verificar el alto al fuego y velar por el respeto de los derechos humanos.
El cuerpo de Mario fue encontrado con signos de laceraciones. Al principio las autoridades colombianas hablaron de suicidio, sin embargo las declaraciones de Anna Motta, la madre de Mario, cuestionaron de inmediato esta versión. Anna contó que su hijo había reservado un vuelo de regreso a Italia para el 20 de julio y que le había confiado que se había metido en un lío, que se sentía sucio y que tenía ganas de limpiarse en las aguas de Nápoles". Además de su madre otras personas cercanas a Mario encontraron improbable la hipótesis de su suicidio y las autoridades colombianas finalmente abrieron una investigación por asesinato.
De acuerdo con su amiga Claudia Julieta Duque, periodista y defensora de los derechos humanos, ya en junio Mario tuvo una discusión con la Misión de Verificación de las Naciones Unidas con la cual colaboraba y, en esa ocasión, una colega lo acusó de ser un espía. Además recibió una advertencia formal por parte de sus superiores por expresar su desacuerdo con la gestión de la emergencia Covid-19, que consideraba discriminatoria, por parte de la Onu.
El asesinato de Mario Paciolla no puede considerarse un relámpago en el medio de un cielo sin nubes, sino que encaja plenamente en el clima de violencia estructural que atraviesa el país y en el fracaso del proceso de paz que no ha traído beneficios a la población colombiana. Desde la firma de los Acuerdos del 2016, que tuvieron lugar en La Habana bajo el gobierno de Santos, más de 135 ex-guerrilleros y 970 líderes sociales y defensores de los derechos humanos han sido asesinados. La reintegración en la sociedad de los ex-combatientes, primero a través del sistema de las Zonas Veredales de Transición y Normalización (Zvtn), transformadas desde el 15 de agosto de 2017 en Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (Etcr), ha resultado infructuosa.
Ya un año después de los Acuerdos era evidente la ambigüedad de los programas gubernamentales y la desconfianza de los dirigentes de las Farc, que denunciaban una substancial ausencia por parte de las instituciones y mostraban preocupación por su propia seguridad y por la exposición a los ataques de los grupos paramilitares. La administración del actual presidente Ivan Duque, considerado por la opinión pública como un títere del grupo de poder de Álvaro Uribe - ex-presidente de extrema derecha en contra de los Acuerdos de Paz - ha sido protagonista de varios escándalos y de la implementación de una política de firmeza y de mano dura. En estos meses de emergencia Covid-19 el presidente no ha aceptado la petición de cese al fuego bilateral propuesta por el otro histórico grupo guerrillero colombiano, el Eln, y el 30 de agosto pasado, justo en los alrededores de San Vincente del Caguán, tuvo lugar el bombardeo de una célula disidente de las Farc que provocó la muerte de al menos ocho menores de edad, a lo que se suman los casos de secuestro y violación de niñas indígenas por parte de soldados colombianos.
Parece que el Estado colombiano, vinculado a los grupos de poder del narcotráfico, del paramilitarismo y de las transnacionales, tiene interés en perpetuar el clima de violencia y conflicto contra las células disidentes de las Farc y el grupo guerrillero Eln. Este tipo de política vinculada a la acción militar - legal e ilegal - alimenta la violación sistemática de los derechos humanos y la suspensión de las garantías constitucionales de protección y seguridad. Prueba de ello son los asesinatos de cientos de líderes sociales, la violencia contra los pueblos indígenas, la represión del disenso y la implementación de grandes obras extractivista sin previa consulta territorial.
El mismo San Vicente del Caguán, sede de las negociaciones de paz que fracasaron entre 1999 y 2002, está en el centro de los intereses de las industrias petroleras que transportan diariamente barriles de crudo bajo la supervisión y protección del ejército. La militarización de los territorios fomenta el conflicto, destruye el tejido social y obliga comunidades enteras al desplazamiento forzado, facilitando la incursión de las transnacionales extractivistas que no encuentran resistencia a sus proyectos.
El otoño pasado, cientos de miles de personas en todo el país se unieron a la huelga general convocada por decenas de sindicatos, movimientos estudiantiles, organizaciones indígenas y colectivos LGBTQIA+, al grito de Nos robaron hasta el miedo. Aunque las movilizaciones comenzaron pacíficamente, la respuesta del Estado ha sido brutal: militarización de las ciudades, toques de queda, asesinatos de manifestantes y criminalización de las protestas en los principales medios de comunicación. Con la llegada de la pandemia, las protestas se detuvieron, pero no la violencia en contra de los y las activistas de las comunidades que defienden sus territorios. Desde el comienzo de la crisis pandémica en Colombia han sido asesinados 95 activistas.
La maraña de intereses económicos, criminales y políticos que sustentan el débil liderazgo de Duque tiene todo el interés en mantener la tensión alta y continuar militarizando al país - principal aliado de los Estados Unidos en la región - para garantizar la explotación de materias primas y suprimir el disenso.
Como en el caso de Giulio Regeni, Mario Paciolla ha sido asesinato en un espacio y un tiempo en que la muerte, la desaparición forzada y la tortura contra el disenso social son prácticas cotidianas de represión. Los y las activistas con quienes Mario ha colaborado en los últimos años, presionando a las autoridades para no llegar a las consecuencias extremas, son muy conscientes del riesgo que implica oponerse a los grupos de poder que controlan el territorio colombiano. Acompañar a los movimientos sociales y a la población civil con su trabajo para limitar el riesgo de ataques violentos fue una de las razones por las que Mario se encontraba en Colombia.
No sabemos que fue el sucio con el que Mario entró en contacto, ni cuáles fueron las razones de la diatriba con sus superiores de la ONU que precedió a su muerte, sin embargo, ciertamente, la violencia que ha golpeado el cuerpo de Mario debe contextualizarse en un clima de guerra y terror que afecta a un País entero y que tiene sus raíces en los grupos de interés que lo gobiernan. Mario fue asesinado igual que un activista colombiano.
[Fuente: Por Gianpaolo Contestabile y Simone Scaffidi, Il Manifesto, Roma, 31jul20]
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