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25nov07
La Comunidad de San José de Apartadó tenía razón
En febrero de 2005, cuando la comunidad de paz de San José de Apartadó dijo que miembros del Ejército habían participado en la masacre de la vereda La Resbalosa, donde dos familias fueron cruelmente asesinadas, casi nadie les creyó. Resultaba increíble que miembros de las Fuerzas Armadas hubiesen participado en el crimen de siete campesinos, de ellos tres eran niños, dos de los cuales fueron degollados, y el otro, decapitado.
Pocos les creyeron, porque las Fuerzas Armadas intentaron demostrar que sus hombres no estaban en el sitio de los hechos, y más bien echaron a rodar la versión de que las denuncias de sus voceros, Gloria Cuartas y el padre jesuita Javier Giraldo, hacían parte de la ’guerra política’ que supuestamente desarrolla la guerrilla contra las instituciones.
Pero tres años después, parece que la justicia empieza a demostrar que la comunidad tenía razón. El pasado miércoles, un fiscal de la unidad de derechos humanos le dictó medida de aseguramiento al capitán del Ejército Guillermo Armando Gordillo Sánchez por ser coautor de homicidio, concierto para delinquir y terrorismo. Gordillo era el oficial a cargo de la compañía Alacrán, adscrita a la Brigada XVII con sede en Urabá. Él y sus hombres patrullaban en la región cuando ocurrió la masacre. Y aunque ante la Fiscalía aún alega su inocencia, los testimonios y las pruebas que lo incriminan son bastante contundentes.
El relato de un paramilitar desmovilizado se convirtió en la pieza clave para armar el rompecabezas de este caso, que es uno de los que más atención internacional han suscitado. Adriano José Cano Arteaga era un patrullero del grupo Héroes de Tolová, que pertenecía a ’Don Berna’ y operaba entre Córdoba y Urabá, y que al momento de la masacre no se había desmovilizado. Cano asegura que un paramilitar conocido como ’44’ fue quien dirigió la masacre y que otro conocido como ’Pirulo’ fue quien degolló a los niños. Los paramilitares estaban, según el relato, junto a unos 50 soldados al mando del capitán Gordillo, quien se habría quedado "asegurando un monte" mientras los paramilitares se adelantaron para cometer el crimen.
Primero mataron a Luis Eduardo Guerra, reconocido líder de la comunidad de paz; a su hijo Deyner Andrés Guerra, de 11 años, y a Beyaniera Areiza. Después de matarlos con machetes, dejaron sus cuerpos tirados en la montaña. Después mataron a Alfonso Bolívar Tuberquia; a sus hijos Natalia (de 5 años) y Santiago (de 2 años); a su esposa, Sandra Milena Muñoz, y a un trabajador de la finca llamado Alejandro Pérez. Los cuatro primero murieron también a machete. Los niños, según reza la necropsia, "por degüello con arma blanca".
Según el paramilitar, Gordillo le habría comentado a otro miembro de las autodefensas que ’44’ le había hecho "una cagada" al haber matado a estas personas en su jurisdicción. Extrema gravedad
¿Por qué ocurrió esta masacre? ¿Estaba planeada? ¿Hubo encubrimiento? Al parecer, la investigación aún no arroja respuestas a estos interrogantes. Pero hay hipótesis de los investigadores que apuntan a establecer que los terribles hechos habrían sido motivados en retaliación por un ataque de las Farc contra el Ejército que dos semanas antes les había costado la vida a 17 soldados en Mutatá. Expertos en criminalística aseguran que el modus operandi de esta masacre no sólo denota odio, sino la intención de enviar un mensaje de terror a los demás miembros de la comunidad.
A pesar de que la medida de aseguramiento no implica de por sí que el capitán Gordillo sea culpable, fuentes de la Fiscalía le han asegurado a SEMANA que la investigación en su conjunto apunta a que los militares actuaron como coautores del crimen. Las implicaciones nacionales e internacionales de este crimen son enormes.
Por un lado, este se constituye en una de las más graves violaciones a los derechos humanos cometidas en los últimos años. Especialmente porque esta comunidad, que se había declarado neutral frente al conflicto, tenía medidas cautelares que obligaban al Estado colombiano a protegerla de manera especial. Si se demuestra que aquellos que tenían la misión de brindarle seguridad -los militares- fueron coautores del crimen, la sanción para el país en el escenario internacional no se dejará esperar.
Pero la Fiscalía no sólo parece darle la razón a la comunidad en cuanto a la masacre. Los testimonios de varios paramilitares, incluido Cano, dejan en evidencia lo que las ONG han advertido, que los militares han realizado operaciones conjuntas con paramilitares, especialmente en Urabá. El Ministerio de Defensa le ha dado todo el apoyo a la Fisalía e insiste en la necesidad de garantizarle el debido proceso del capitán Gordillo.
Más allá de las sanciones que pueda sentir el Estado colombiano por este hecho, las Fuerzas Armadas requieren una profunda reflexión sobre dos aspectos cruciales: la estigmatización de las comunidades de paz, y los mecanismos de control y seguimiento de sus tropas.
En algunos sectores de las Fuerzas Militares se señala en voz baja a las comunidades de paz y a muchas ONG como mamparas de los grupos armados. Ha hecho carrera el término de ’guerra política’ para denominar en muchos casos las denuncias que legítimamente y por medios legales hacen las comunidades. El riesgo de la estigmatización es que muchos oficiales terminen considerando, equivocadamente, que pueden recurrir a métodos criminales para combatir a un supuesto enemigo.
En cuanto al control a sus tropas, vale la pena recordar que desde hace más de una década, distintas fuentes -incluso militares- han llamado la atención sobre la connivencia de miembros de la Brigada XVII con los paramilitares. Las investigaciones internas, sin embargo, nunca arrojan resultados.
Si el capitán Gordillo y otros militares resultan culpables de este crimen, las Fuerzas Armadas enfrentarán una de las mayores vergüenzas de su historia.
[Fuente: Revista Semana, Bogotá, col, 25nov07]
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