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16may21
Paro Nacional: el malestar de Cali, una ciudad con varias ciudades furiosas que no se hablan
Si hay una sensación que predomine en Cali, sin importar los bandos o el barrio, es un aire de desgobierno y desprotección. Lo dicen reiteradamente los jóvenes de las barricadas, los manifestantes en Puerto Resistencia (antes Puerto Rellena) y los habitantes de Ciudad Jardín. Se siente en el ambiente cuando se ingresa a la ciudad desde Sameco y se ven los camiones cisterna militarizados, en las filas de un kilómetro para tanquear los vehículos, o cuando en la vía Portada al Mar hasta las ambulancias y los bomberos han sido víctimas de retenes urbanos extorsivos para desplazarse de una cuadra a otra.
Desde que comenzó el paro nacional, el 28 de abril, según Indepaz, en Cali han sido asesinadas 27 personas, 14 de ellas a manos de la Policía y el Esmad y 13 por parte de civiles o sujetos sin identificar. Según información de la Secretaría de Seguridad, al menos 500 personas resultaron heridas entre civiles y uniformados y todavía hay un número indeterminado de personas desaparecidas. Los días más difíciles, dice una residente del barrio Chiminangos, fueron los cinco primeros días de paro nacional, en los que "la ciudad se convirtió un campo de batalla".
Aunque desde el pasado 7 de mayo en Cali ha habido una ligera sensación de calma, pareciera que la violencia entramada, que durante décadas se fue gestando por la ausencia de inversión social y las enormes brechas de desigualdad de la ciudad, pasaron factura y el costo es mucho más elevado que los daños estructurales que han dejado las protestas. Para dimensionarlo basta con saber que se rompieron los lazos de confianza, no sólo con la institucionalidad, sino entre los mismos ciudadanos, que temen por sus vidas, incluso para relatar lo que se contará en esta nota.
El Espectador recorrió por una semana algunos de los 25 puntos de concentración de barricadas de la ciudad, liderados por al menos 50 jóvenes de Primera Línea, que a través de un pliego de peticiones buscaban sentar a los gobiernos central y local en Cali, como parte de la Mesa Nacional de Conciliación del Paro. En el primer intento de diálogo, el 13 de mayo en el coliseo María Isabel Urrutia, la mesa no pasó de la instalación porque, sobre el mediodía, líderes manifestaron sentirse engañados, pues les había llegado información de que la policía había comenzado a hostigar al resto de manifestantes en puntos de concentración como los de La Luna, Puerto Resistencia, Siloé y Meléndez.
Distante de lo que muchas personas pueden llegar a pensar, la mayoría de los jóvenes que están en la Primera Línea tienen ideales claros y sus historias no son más que una radiografía de la pobreza y la falta de oportunidades: en Cali hay más de 200 invasiones, 150.000 habitantes sin un techo y 200.000 personas que perdieron su empleo en medio de la pandemia, según la Alcaldía. La petición que lidera el pliego radicado por los jóvenes de Puerto Resistencia es, precisamente, la creación de una universidad pública en el distrito de Aguablanca que les garantice el acceso a la educación en sus barrios.
"Mucha gente suele pensar que el éxito de un pobre es salir de su barrio y ya, pero no siempre es así, para nosotros también es importante poder hacer carrera en nuestro entorno y ayudar a que más personas puedan ver un futuro diferente desde ahí, no desde afuera o desde las universidades privadas a las que no pertenecemos", dijo una socióloga, habitante del sector.
José*, por ejemplo, tiene 28 años. Lleva más de 15 días pasando tardes y noches enteras haciendo guardia sobre la Avenida Simón Bolívar a la altura del antiguo CAI de Puerto Rellena, en su rol como integrante de Primera Línea. "Estoy aquí resistiendo porque los jóvenes no tenemos oportunidades. Soy tecnólogo en administración de empresas, pero no he tenido mi primer empleo porque soy pospenado y nadie me quiere volver a dar una oportunidad. Yo ya pagué mi deuda con la justicia, pero ahora estoy pagando una condena social", comenta.
Su lucha, dice, no es personal. Exige los mismos derechos que otros 15 jóvenes de esa Primera Línea que consultamos. Aboga, por ejemplo, por Estiven*, que a sus 22 años es cantante y compositor de rap, pero a quien no se le ha abierto ningún camino laboral en la música. "Acá estamos porque queremos un cambio en Colombia, yo quiero que la gente tenga recursos, tanto para comprar alimentos, como para invertir en arte y cultura, porque acá lo que tenemos es talento, pero un pueblo con hambre no puede priorizar la música", dijo.
Ambos coinciden en que vieron el paro nacional como una oportunidad para hacerse escuchar y dar a entender el sentir de su generación. Por eso, una de las primeras acciones en medio del paro fue la toma del CAI de Puerto Resistencia para transformarlo en una biblioteca comunitaria. Es ahora un espacio colorido, con grafitis de "Resistencia" y con los nombres de más de 10 víctimas asesinadas en las manifestaciones: "Por nuestros muertos, ni un minuto de silencio", se lee. Lo pintaron de rojo, para simbolizar la sangre derramada, y de blanco, por el país en paz que reclaman.
En ese mismo lugar asesinaron a Miguel Ángel Pinto, de 23 años, el 29 de abril. Y ahí mismo también desapareció Juan*, de 19 años, cuando, según sus compañeros, la policía lo retuvo sobre las ocho de la noche y lo subieron a una patrulla, sin volver a saber de él. "Nos da miedo hablar de muchas cosas que han pasado en estas más de dos semanas de paro. De él no hemos vuelto a tener noticias y tememos que denunciar sea peor para el resto de quienes estamos en la Primera Línea", dice uno de los líderes de ese punto de concentración.
Los jóvenes que componen este grupo visten con sudaderas, camisetas y tenis o zapatillas. Cubren sus rostros con gafas oscuras, tapabocas y trapos sobre su cabeza. Son desconfiados, como muchas de las personas que llegan a manifestarse. "Queremos romper el estigma de que aquí todos somos vándalos, ladrones o guerrilleros. Somos gente del común, que no se conocía entre sí pero que tenemos sueños conjuntos", dice uno de los voceros.
Incluso Gabriel*, que es enfermero de profesión y paramédico, completó 19 días prestando servicios de primeros auxilios a los manifestantes. "Voy eventualmente a la casa, cada tres o cuatro días por ropa nueva y regreso. Cuando todo está tranquilo, se puede dormir algo en el puesto médico pero mi misión es salvar vidas de posibles ataques o confrontaciones aquí". Su trabajo, cuenta, lo hace por vocación, y lo demuestra al decir que justo en el día 15 del paro nacional pasó el cumpleaños de su hijo de 2 años en medio de las protestas.
La Primera Línea en este lugar está dispersa en varios puntos estratégicos desde donde hacen vigilancia para prevenir que entren infiltrados de la policía o los mismos uniformados. Se alertan cada vez que ven a la autoridad cerca patrullando y empuñan palos y escudos para protegerse de las balas. Tienen dos "containers" que hacen las veces de "cambuche" sobre la avenida en los que descansan cada vez que pueden, están rodeados de vallas y letreros que han escrito los manifestantes para demostrarles su apoyo y sobre la calle, hicieron un círculo de piedras, flores y velas en los que se ubican a su alrededor.
Este punto de concentración ha sido uno de los más importantes y multitudinarios en Cali durante el paro nacional. Distinto a lo que podría pensarse, en Puerto Resistencia ningún negocio particular ha sido vandalizado, dañado o saqueado. Sin embargo, ha sido también de los que más mella han generado en la ciudadanía que no se unió al paro, porque colapsó una de las vías arterias más importantes de Cali: la Avenida Simón Bolívar, la vía que comunica el extremo norte de la ciudad desde la vía Sameco en el municipio de Yumbo, hasta la Vía Panamericana, que conecta el Valle con el Cauca, al extremo sur.
Entonces, si antes una persona podía tardar 45 minutos para atravesar la ciudad de norte a sur, ahora el recorrido puede duplicarse por los bloqueos en las calles principales que, en la mayoría de casos, son continuos. Sin embargo, son pocas las personas que transitan en la ciudad, por la tensión que hay todavía en el ambiente. Los bloqueos, los cinco retenes urbanos extorsivos, las 11 estaciones del MIO completamente incineradas, los masivos saqueos a 63 bombas de gasolina (de 120 en total que hay en Cali) y el desabastecimiento de alimentos y de combustible hicieron que el caos se apoderara de la ciudad y se generara un ambiente de descontrol que las autoridades no han podido tranquilizar.
Lo más difícil de la negociación ha sido, sin duda, lograr un consenso entre la ciudadanía y las autoridades que, desde el lunes 10 de mayo, están esperando al presidente Iván Duque para que sus peticiones tengan eco a nivel nacional y no sólo en el ámbito local. Sin embargo, uno de los problemas, reconocido por los mismos líderes del paro en Cali, ha sido la desarticulación de los jóvenes para unificar sus peticiones al Gobierno.
Uno de los integrantes de la Primera Línea de Siloé dijo que, aunque conocía el pliego entregado por otros manifestantes, su mayor reclamo es que en esta zona se consolide un proyecto turístico que, entre otras cosas, ayude a eliminar la estigmatización de esa ladera. Unir esos esfuerzos y llegar a acuerdos en las peticiones es todavía una labor que nadie se ha echado al hombro. En el recorrido que hizo este diario por varios puntos de concentración, ninguno de los jóvenes manifestó haber sido tenido en cuenta para articularse, aunque las problemáticas que manifiestan tener son compartidas.
Un fenómeno distante a la mayoría de barricadas en Cali ha sido el crimen organizado que se tomó la ciudad por varios días en los que, desde el 4 al 7 de mayo, personas encapuchadas tomaron control de vías públicas para cobrar peaje por pasar, tanto a vehículos como a ciudadanos que transitaban por allí. "Al principio, para pasar ellos pedían cualquier cosa, entonces uno podía darles una moneda y dejaban pasar, pero con el paso de los días se fueron formalizando y pusieron tarifa: $5.000 para personas que caminaran por ahí, $10.000 para los motociclistas y $20.000 para los conductores de vehículos", confesó un taxista que, narra, también se ha visto obligado a incrementar los precios de sus servicios por estas extorsiones.
Algo similar comenzó a suceder con la venta de gasolina cuando, por los mismos días y de manera premeditada, unos 60 hombres y mujeres encapuchados llegaban a tomarse las estaciones de servicio a la fuerza para "ordeñar" los tanques de gasolina. Este panorama se ve aún más desolador cuando se atraviesa la Carrera 15 (centro de la ciudad), en la que se observan dos estaciones de las que no quedaron sino sus techos: las mangueras, vitrinas, oficinas y hasta postes de luz fueron robados. Al lado izquierdo de la vía, las estaciones del MIO San Pascual y Belalcázar quedaron esqueletizadas. "Esos fueron eventos donde hubo una combinación de diferentes cosas sobre las que, a hoy, no tenemos absoluta claridad, no tenemos una tesis que explique a fondo qué pasó", contestó al respecto Carlos Rojas, secretario de Seguridad de Cali, en entrevista con este diario.
Lo único cierto, por ahora, es que producto de la organización para cometer esos delitos y de la omisión por parte de las autoridades para detenerlo, las únicas 12 estaciones de gasolina que quedaron funcionando no dan abasto para la demanda que hay en la ciudad. Sobre la Calle 70, al norte de Cali, un hombre confiesa que lleva 10 horas haciendo fila para llenar de combustible su vehículo. Detrás suyo, un taxista grita que, aunque por decreto los vehículos de servicio especial pueden llenar por completo los tanques de gasolina, a él sólo le han permitido comprar $50.000 de combustible. Esta es su segunda fila. Coinciden en que al comienzo apoyaban el paro, pero que nadie los escucha para reclamar que su derecho a la movilidad no sea vulnerado.
Lo mismo sucede con otros caleños que viven hacia el sur y que denuncian que han llegado a pagar hasta $12.000 por una libra de tomates, debido a los elevados costos de los alimentos en medio del desabastecimiento. Eso y el saqueo masivo de algunas tiendas como D1 y Justo & Bueno, tienen a otra parte de la ciudadanía furiosa pidiendo que cese el paro nacional.
El secretario Rojas reconoció que nunca se imaginó que las protestas escalaran al punto de poner a Cali en los ojos del mundo por ser ahora la ciudad con más hechos de violencia denunciados en todo el país. Dice, de hecho, que Cali se preparó para el paro nacional del 28 de abril pensando que iba ser una manifestación de un día, pero que las autoridades, en muchos momentos, no han dado abasto para atender tantas emergencias simultáneas.
Aunque el funcionario niega que en la ciudad haya una "lucha de clases", lo cierto es que por estos días en Cali convergen varias "ciudades" que no sienten representatividad en las autoridades locales. Ya no ocurre únicamente con los habitantes del distrito de Aguablanca, a quienes es normal escuchar decir que "van para Cali" cuando salen de sus barrios, sino también con vecinos de Ciudad Jardín que dicen estar cansados de que la comuna 22 no ponga alcalde. Un habitante de la zona, que prefirió reservar su identidad por seguridad, dijo que "nadie piensa en nosotros y por eso queremos ser cada vez más autónomos en nuestras decisiones".
El paso de la minga por Cali
Con arengas, aplausos y cientos de gritos de "gracias", fue despedida la minga indígena en el punto de concentración de Puerto Resistencia el 12 de mayo, día de manifestaciones a nivel nacional. Su llegada a ese punto, en más de 30 chivas y camionetas, se dio sobre el mediodía. La gente abrió una calle de honor y ondearon banderas blancas, de Colombia y de Santiago de Cali. La euforia se tomó las calles. Ese fue el último día que estuvo el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) en la ciudad, cuatro días después de haber denunciado que vecinos del barrio Ciudad Jardín los atacaron e hirieron a ocho personas con armas de fuego en su paso por este sector.
No será fácil esclarecer lo ocurrido ese domingo 9 de mayo en Cali, Día de la Madre, entre vecinos de la comuna 22 y comunidades indígenas. En redes sociales rondaron, por lo menos, 40 videos con los que se intenta esclarecer cómo sucedió todo, pero lo único seguro es que de ese episodio resultaron heridos ocho indígenas, una de ellos de gravedad, Daniela Soto. El Espectador pudo confirmar que hay un fiscal delegado que, por ahora, ha recopilado únicamente los testimonios de los vecinos del sector y que está a la cabeza de la investigación.
Hasta ese punto de la ciudad llegó este diario para hablar con algunos caleños habitantes del sector, que pidieron reservar su identidad por seguridad, y que presenciaron el hecho ese domingo pero que aseguran sentirse estigmatizados por la ciudadanía que los señala de paramilitares. "Yo estaba sobre la carrera 127 en mi vehículo cuando nos informaron que los indígenas venían bloqueando algunas vías y que estaban agresivos (…) nosotros estábamos pacíficamente tomados de las manos en un cordón humanitario porque dijimos que, así como nosotros no hemos podido abastecernos de comida, pues tampoco ellos podían hacerlo, así que estábamos intentando bloquear el paso, pero en ese momento de manera agresiva ellos querían pasar por encima nuestro y comenzaron a insultarnos (…) Después vimos que llegó un carro del CRIC que empezó a romper los parabrisas de nuestros carros, entonces inmediatamente entré a mi vehículo y en segundos comenzaron a sonar disparos".
Aunque las personas consultadas no vieron a ningún indígena con arma de fuego, aseguran que en los videos registrados por los vecinos quedó en evidencia que son ellos quienes comenzaron el enfrentamiento y piden que la ciudadanía deje de estigmatizarlos y tildarlos de "narcos" o "paramilitares". Su rabia e impotencia es proporcional a la de las comunidades étnicas cuando fueron señalados de ser "guerrilleros".
El regreso de la minga indígena al Cauca, cuatro días después del incidente, según Noelia Campo, consejera indígena del CRIC, no tiene nada que ver con el incidente, pues para ella, "ha sido más fuerte el apoyo del pueblo en Cali y de todos los manifestantes". También aseguró que los indígenas que aparecen afuera de un conjunto residencial estaban allí porque el hombre que les disparó, según ellos, se resguardó en ese condominio.
En su salida por el sur de la ciudad, las chivas se detuvieron a regalar plátanos, naranjas y papa a los manifestantes. Anunciaban con los pitos de sus vehículos su salida y levantaron sus bastones para despedirse. A su paso dejaban Cali, que por estos días azarosos es una ciudad con varias ciudades furiosas.
[Fuente: Por Valentina Parada Lugo, El Espectador, Bogotá, 16may21]
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