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La era Rosende
En la facultad de Derecho
Un grueso candado colgaba de la puerta de acceso al Departamento de Ciencias Sociales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, en marzo de 1976. Ignacio Balbontín, profesor de la cátedra de Introducción a las Ciencias Sociales, junto a una veintena de académicos, se presentó a trabajar a la vuelta de vacaciones y no pudo siquiera entrar al edificio en la Avenida Salvador.
Balbontín había estudiado leyes en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile y, paralelamente, Sociología en la Universidad Católica. Hizo un master en sociología en la universidad de Lovaina, Bélgica, y al regresar a Chile logró combinar sus dos carreras: se hizo cargo de la cátedra de introducción a las Ciencias Sociales en la Facultad de Derecho en la Chile. Luego asumiría la dirección del departamento, cuando Máximo Pacheco era el decano.
A sus 36 años, Balbontín se enteraba ahora, parado en la calle, que el departamento había sido allanado y clausurado, como si se tratara de un bar de mala muerte.
Hugo Rosende, el nuevo decano, había decidido desterrar para siempre la enseñanza de las ciencias sociales en la facultad. El programa se retrotraería a las asignaturas que se impartían en los años '30. Los académicos, que representaban un amplio espectro de ideas políticas, fueron despedidos ahí mismo, en las puertas del departamento. Se les permitió retirar sus lápices, pero no sus documentos. Balbontín perdió una larga investigación sobre movimientos sociales en la que participaban 700 alumnos.
Hugo Rosende Subiabre nació en Chillán en 1916. Tuvo 22 hermanos. En 1941 se recibió como abogado en la Universidad Católica. Fue funcionario del Consejo de Defensa Fiscal desde 1936 y, a un mismo tiempo, jefe del Archivo Catedrático de Derecho Civil de las universidades de Chile y Católica.
Fue diputado conservador por Santiago entre 1954 y 1957 y entre 1961 y 1965.
En 1958 dirigió la campaña de Jorge Alessandri y durante tres años se desempeñó como su asesor. Salió por la puerta trasera, en medio de un escándalo económico conocido como los bono-dólares: fue acusado de haber comprado divisas para enriquecerse ilícitamente, gracias al conocimiento anticipado que tuvo de un alza en la moneda estadounidense. Alessandri le quitó la confianza y la Cámara de Diputados realizó una investigación.
Tras el golpe de Estado, Rosende asumió como decano en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. El asunto de los bono-dólares estaba suficientemente olvidado.
Rosende se hizo una fama contradictoria de hombre siniestro y brillante, desequilibrado y poderoso. Más emotivo que racional, con conocimientos y memoria fuera de serie, imposible de vencer en un debate verbal.
Al asumir su puesto, Rosende eliminó de su camino a respetados profesores como Máximo Pacheco y Francisco Cumplido. Era, desde entonces, uno de los promotores de combatir a la Democracia Cristiana tanto como a los partidos de la ex Unidad Popular. Pronto se convertiría en uno de los pocos civiles asesores del gobierno militar. Junto a Juan de Dios Carmona y Miguel Schweitzer fue incluido en la exclusiva Asep (Asesoría Política), dependiente del Ministerio del Interior, que realizaba análisis y recomendaciones al más alto nivel y cuya existencia era desconocida incluso para otros miembros del gabinete. La ASEP influía directamente en el general Pinochet y con el tiempo se convertiría en "el corazón, el cerebro y la piel del gobierno".
Con el ascenso de Rosende, también subió su ayudante en Derecho Civil, el abogado Ambrosio Rodríguez, quien llegaría a ocupar el puesto de Procurador General de la República, creado a su medida. También serían honrados con la amistad del decano otros dos profesores de esa facultad: el brillante abogado y ex integrante de Patria y Libertad, Pablo Rodríguez, y el entonces ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, Hernán Cereceda.
Ninguno de ellos, hay que decirlo, podría ser calificado de ignorante. Rosende solía mofarse de los abogados que no tenían los conocimientos suficientes para estar a su altura. A sus espaldas, los estudiantes y algunos académicos tildaban al nuevo jefe de la facultad como "El Monje Negro".
El decano asumiría la defensa del Gobierno en uno de los casos de recursos de amparo más bullados del primer lustro.
En 1976, el gobierno decidió expulsar del país a dos abogados: el democratacristiano Jaime Castillo Velasco y el radical Eugenio Velasco Letelier, quienes habían venido representando a familiares de víctimas de violaciones a los derechos humanos.
El 6 de agosto de 1976 ambos fueron arrestados por agentes armados y puestos en un avión rumbo a Buenos Aires. Un contingente de abogados DC presentó un recurso de amparo en su favor. Una petición de "no innovar" fue acogida para suspender la expulsión, mientras se resolvía el fondo del recurso, pero era tarde, porque los abogados ya estaban fuera de Chile.
Vinieron los alegatos. Patricio Aylwin contra Hugo Rosende. El defensor del gobierno atacó a su oponente con cruel ironía: "Se dice que son ex embajadores, ex ministros, ex profesores universitarios. Bueno, ahora son expulsados".
Diez días más tarde la Séptima Sala de la Corte de Apelaciones rechazó el amparo con los votos de los ministros Eduardo Araya y Sergio Dunlop. En la minoría, Rubén Galecio estuvo por acogerlo. Los abogados apelaron a la Corte Suprema.
La publicidad generada en torno a este caso y la decidida protesta de la Iglesia, la DC y organismos internacionales, ponía a prueba la fortaleza de las posturas oficiales en el Poder Judicial. Hasta entonces, tres mil recursos de amparo habían sido rechazados por los tribunales. Pero este parecía un caso especial. Las víctimas eran personas ampliamente conocidas y respetadas en el mundo académico, entre los políticos que estaban en la oposición bajo el gobierno de Allende, y también en los círculos sociales más elevados.
No podían ser tratados bajo la simple etiqueta de "extremistas".
Cientos de personas desafiaron las restricciones vigentes y acudieron a presenciar los alegatos en la Suprema. José María Eyzaguirre ordenó instalar parlantes, para que quienes estaban afuera pudieran escuchar, y se reforzó la guardia de gendarmes. En su nuevo alegato, Rosende dijo que los antecedentes para expulsar a los abogados eran secretos, de "seguridad nacional". Y emplazó a los cinco magistrados que debían resolver diciendo que su resolución podría generar alteraciones del orden público en cualquier momento:
-¿Y Vuestras Excelencias tienen los instrumentos para los efectos de poder resguardar al país en tales circunstancias? Y si se equivocan, ¿vuestras Excelencias van a responder?.
Los magistrados Eyzaguirre, Enrique Correa, Rafael Retamal, Juan Pomés y Osvaldo Erbetta, confirmaron el rechazo del recurso el 25 de agosto de 1976.
Al día siguiente, Pinochet envió a Rosende una carta de felicitación.
Tiempo de perpetuar
Mientras Rosende estuvo en la Universidad de Chile, hubo pocos cambios en la Corte Suprema. Sólo los necesarios para llenar vacantes que se fueron produciendo por jubilaciones.
En 1974 ingresaron Osvaldo Erbetta, Emilio Ulloa y Marcos Aburto. Estanislao Zúñiga, llegó en 1975, Abraham Meersohn, en 1976, y Carlos Letelier, en 1979. Los nuevos ocupantes cumplían el requisito de considerarse políticamente adeptos al régimen.
En la primera década, el gobierno militar se mostró satisfecho con las actuaciones del máximo tribunal y decidió mantener a sus integrantes, a tal punto que en la nueva constitución de 1980 se dejó expresamente establecido que el límite de edad máxima (75 años) fijado para ejercer esa magistratura, no tendría efecto sobre los ministros efectivamente en ejercicio. Los ministros envejecieron y se fueron perpetuando en sus puestos.
La imagen de los ancianos con un chalón sobre las piernas, dormidos durante los alegatos, se convirtió en símbolo del Poder Judicial chileno de esos años.
Entre 1973 y 1975 el Ministerio de Justicia fue un cargo de bajo perfil, ocupado sucesivamente por dos uniformados: Gonzalo Prieto y Hugo Musante. En abril de 1975, cuando las quejas por violaciones a los derechos humanos atochaban los tribunales, asumió Miguel Schweitzer, quien renunció en marzo de 1977. Ese mismo año asumió Mónica Madariaga, una de las preferidas del general Pinochet.
Según el profesor Carlos Peña, pese a que los cuadros neoliberales, que se habían apropiado de la conducción de la economía, modificaron sustancialmente el funcionamiento del Estado chileno, ni siquiera cuestionaron el sistema judicial.
La Universidad de Chile hizo un estudio acerca de las características y duración del proceso judicial entre 1979 y 1984, que detectó un progresivo atraso en el despacho de causas. En todas las materias, el volumen de expedientes en tramitación se demostraba cada vez más elevado que el número de causas terminadas. El estudio estableció un alto grado de "informalidad en la forma de organizar el trabajo del despacho judicial, un deficiente sistema de manejo de la información, y por lo mismo, de control de eficiencia; y un muy bajo porcentaje de personas dedicadas por modo exclusivo a las tareas administrativas-financieras".
Las conclusiones de este y otros estudios de aquel tiempo, que compartían una visión común y concordante con las políticas oficiales -reducir costos, maximizar eficiencia- sin incorporar otro tipo de cuestionamientos, no fueron, sin embargo, consideradas prioritarias por el gobierno.
Durante la gestión de Mónica Madariaga se analizaron algunas medidas para mejorar la eficiencia del Poder Judicial, pero hasta la más superficial de ellas, se encontró con el fuerte rechazo de la Corte Suprema. Un par de propuestas hechas por el Ejecutivo en ese período, como el uso de la computación en el procesamiento de datos y la creación de la Corporación Administrativa, vinieron a ver la luz sólo bajo el gobierno de Aylwin. Sólo el aumento de tribunales y de jueces contaban con el apoyo unánime de la cúpula judicial.
Mónica Madariaga satisfizo parte de ambas aspiraciones. El gasto presupuestario en el Poder Judicial aumentó en un 76 por ciento a partir de 1977, pero el 80 por ciento de los nuevos recursos fue usado en mejoras salariales. Los tribunales de primera y segunda instancia aumentaron de modo considerable, sin que creciera por ello la eficiencia en el despacho de materias.
No obstante, eran necesario aún más tribunales y cortes de apelaciones, no sólo para dar salida al atochamiento de causas, sino como una forma de responder a las expectativas de ascenso, detenidas por la perpetuación de los ministros en la Corte Suprema.
La Madariaga, a quien se le criticaba un escaso conocimiento del mundo judicial, tuvo un excelente aliado en el presidente de la Corte, Israel Bórquez, quien en 1978 reemplazó a Jaime Eyzaguirre. La dupla Madariaga-Bórquez condujo el Poder Judicial con relativa facilidad, salvo por algunas escaramuzas mínimas, como las polémicas con el presidente de la Asociación de Magistrados, Sergio Dunlop.
El ministro de la corte capitalina, que había sido a comienzos del régimen un decidido partidario suyo, venía reclamando mejoras salariales para sus asociados y protestaba contra medidas que atentaban contra la carrera judicial. A Dunlop no le gustaba la idea de mantener sin límite de edad a los ministros en la Corte Suprema. Hizo públicos los acuerdos de la Asociación de respaldar un límite de edad de 70 años. Esto en plena discusión de la nueva Constitución que, como se sabía, permitiría la extensión indefinida de los magistrados entonces en ejercicio.
El propio presidente de la Suprema ya había pasado el límite sugerido por la Asociación.
Bórquez se trenzó luego en otra polémica pública con Dunlop, por un decreto que abrió la carrera judicial a los abogados con quince años de ejercicio que quisieran postular a los cargos de ministros y fiscales de las cortes de Apelaciones.
Dunlop se opuso. Lo suyo, dijo, era en "defensa de la carrera judicial".
La réplica de Bórquez fue clara: "Sería demasiado peligroso para un juez que, ante todo debe ser juez de sí mismo, estimar que en Chile no hay abogados capaces de desempeñarse en el papel de juez de alzada sería una fatuidad de su parte".
Dunlop no oyó y volvió a la carga.
Otro motivo de desaveniencia entre ambos fue el proceso por el atentado explosivo contra Bórquez. Cuando el presidente de la Corte Suprema estudiaba las extradiciones en el caso Letelier, desconocidos pusieron una bomba en su casa. Dunlop fue nombrado para indagar. Bórquez quería ver tras las rejas a los "extremistas" que cometieron el atentado y sentía que el magistrado no avanzaba con la fuerza necesaria en esa dirección (años más tarde, se descubriría que la bomba fue instalada por agentes de la DINA).
El ministro había caído también en desgracia ante los ojos de Mónica Madariaga, pues estimaba que el dirigente le había dado "datos falsos" sobre un magistrado que fue trasladado de Iquique a Concepción.
Ese año la Corte Suprema sancionó a Dunlop dos veces. La primera, por sus afirmaciones proponiendo un tope de edad para sus ministros. Y la segunda, por la forma en que llevó el caso Bórquez. Luego, con el beneplácito de Mónica Madariaga, fue calificado en Lista Dos.
Con ese antecedente, Dunlop podía olvidarse de sus aspiraciones de ascenso a la Corte Suprema. Ex presidente de la Asociación de Magistrados durante catorce años, decidió jubilar y aceptar una notaría en la capital. Desde su nueva función declaró que "si uno tiene carácter para andar de rodillas, se queda y si no lo tiene, mejor se va".
La iniciativa que abrió la carrera judicial a los abogados fue amarrada a un reajuste de salarios que Mónica Madariaga negoció con Bórquez. La Corte Suprema distribuyó los recursos, aumentando principalmente sus propias rentas y las de ministros de cortes de apelaciones.
Los más altos magistrados, que fueron beneficiados con asignaciones especiales por "dedicación exclusiva" y "responsabilidad", recibieron hasta un 86,3 por ciento de reajuste, en tanto que los subalternos lograron un 48,9.
El beneficio no llegó a los jueces de primera instancia.
El gobierno militar también premió a los más altos magistrados con un auto con chofer. En 1981, los incorporó como pacientes del moderno Hospital Militar.
Bórquez fue el escogido para repetir el gesto de Enrique Urrutia Manzano en los primeros años del régimen. El 11 de marzo de 1981 debería tomar juramento al general Pinochet como Presidente de la República, de acuerdo con la nueva Constitución. Bórquez, junto a todos los miembros del gabinete y de la Junta de Gobierno se ubicó en el podio detrás del general, a la espera de la señal para cumplir su papel. Sin embargo, llegado el momento, Pinochet se levantó dando la espalda a Bórquez y al resto de su gabinete y prestó juramento ante sí mismo, mirando hacia el público. Bórquez se tragó el bochorno.
En esta primera década, Rosende mantuvo una influencia tras bambalinas en el Poder Judicial, en su rol de asesor jurídico y político del gobierno. Fue él quien concibió y redactó las actas constitucionales de 1976, que garantizaron el recurso de protección y de amparo y que sirvieron de fundamento a muchos magistrados en sus votos de minoría en favor de acoger tales presentaciones.
Esa herramienta jurídica fue usada para defender la reapertura de la Radio Balmaceda, clausurada en 1977. El propio Rosende tuvo que rectificar los alcances de su creación, para impedir que los recursos fueran acogidos, declarando que no tenían vigencia durante los estados de excepción.
Este caso generó la primera crisis en la justicia militar.
La Corte Marcial del Ejército estaba compuesta hasta entonces por dos ministros de la Corte de Apelaciones y por los auditores del Ejército, Carabineros y Aviación que, con el rango de generales en retiro, gozaban del beneficio de inamovilidad. Las transgresiones cometidas por el Juez Militar de Santiago al cerrar la radio Balmaceda eran de tal magnitud, que la Corte Marcial, por unanimidad, acogió el recurso de protección.
El fallo provocó un terremoto que casi cuesta la caída a los auditores de la aviación y de Carabineros que, sin embargo, fueron defendidos por los integrantes de la Junta, César Mendoza y Gustavo Leigh. El auditor general del Ejército, Camilo Vial, no tuvo el mismo respaldo y fue destituido tras la dictación de un decreto que estableció que los integrantes de la Corte Marcial debían ser, en adelante, coroneles en servicio activo. Es decir, tendrían un rango menor y quedarían privados del beneficio de la inamovilidad, que garantizaba su independencia. Como remache, la jefatura de Plaza emitió un decreto ley desconociendo el derecho de la Corte Marcial a interpretar la Ley de Seguridad del Estado.
Vientos de cambio
Hasta 1979 muchos ministros de la Corte Suprema y de las cortes de apelaciones realmente creían que los desaparecidos y las torturas eran invenciones de los "marxistas". Pensaban que el Comité Pro-Paz era un antro de comunistas orquestados para atacar al gobierno de las Fuerzas Armadas.
La intervención de la Iglesia Católica en defensa de las víctimas convenció a algunos jueces creyentes de que algo realmente grave y cruel estaba pasando. El caso Lonquén y el resultado de las investigaciones del ministro Adolfo Bañados hizo lo propio con otros. Había personas desaparecidas y podían haber sido asesinadas y ocultadas, como los cuerpos de esos campesinos encontrados en los hornos de Lonquén.
La cercanía de una nueva década traía la perspectiva de un cambio en la actitud del Poder Judicial. Pero por si surgiera en algunos el deseo de comenzar investigaciones a partir de entonces, el gobierno dictó la ley de Amnistía.
Sergio Fernández, otro de los delfines de Rosende, debutó en el Ministerio del Interior con la dictación de este decreto. En tanto, el decano, en plena crisis por el caso Letelier, acudió al matrimonio de la hija del general Manuel Contreras.
En 1980 el gobierno creó nuevas notarías para dar salida a ministros que se consideraban, sin mayor antecedente que sus fallos, de "izquierda". Así salió de la Corte de Santiago el apreciado y respetado Rubén Galecio. Y más todavía: Para dar tiraje a la chimenea y bajar la presión sobre la Corte Suprema, se crearon nuevas Cortes (la de San Miguel, en Santiago) y nuevos juzgados, aunque ni los sueldos, ni las condiciones políticas del país eran propicias para atraer a los más capaces y con vocación.
Rafael Retamal, en la Corte Suprema, esperaba su turno por antigüedad, para reemplazar a Bórquez. Era evidente que el ministro tenía una nueva postura proclive a acoger los recursos por violaciones a los derechos humanos. Bórquez debía dejar el cargo en mayo de 1981 y ciertamente sería reemplazado por Retamal. Los ministros del máximo tribunal ya tenían el acuerdo de elegirlo, respetando la tradición, aunque le dejarían a Eyzaguirre la representación protocolar de la Corte, especialmente ante el Ejecutivo.
Pero el gobierno no quería a Retamal. Por ningún motivo. Sorpresivamente, dictó un decreto que extendió irregularmente el mandato de Bórquez por otros dos años. Varios ministros de la Corte protestaron por el atropello a una de sus facultades más caras, la de la elección de su presidente. Bórquez convocó a un pleno en el que la ministra de Justicia prometió que nunca más se dictaría una resolución similar sin consultar a la Corte.
Bórquez siguió en el cargo, pero nada pudo evitar que llegara 1983. Los ministros de la Corte Suprema no habían olvidado el atropello y no estaban todavía dispuestos a terminar con la tradición de escoger al más antiguo. Mal que mal era una garantía de que, en algún momento, todos pasarían por el puesto.
Para disgusto de Pinochet, Rafael Retamal fue electo presidente de la Corte Suprema justo después de la primera protesta masiva en contra del general. Apenas asumió su cargo, Retamal manifestó que las manifestaciones opositoras eran legítimas.
La normativa dictada para evitar su llegada al alto tribunal se volvió en contra del propio gobierno, pues ahora tendría que aguantar a Retamal por cinco años.
Tras la crisis de 1982 se había detenido cualquier nueva inversión en el sector y las quejas por la precariedad económica ahogaban a la superioridad de la magistratura. El conflicto estaba tocando las puertas del Poder Judicial.
El año de Jaime del Valle
Tras el sorpresivo conflicto entre Pinochet y Mónica Madariaga, el nuevo presidente del Colegio de Abogados, Jaime del Valle, fue invitado a sucederla en el Ministerio de Justicia, en febrero de 1983.
Del Valle llegaba con la aureola de haber trabajado para el gobierno de Jorge Alessandri, como subsecretario de Justicia. Además, exhibía entre sus méritos un buen conocimiento del mundo judicial, pues en su juventud fue funcionario de la Corte Suprema.
Ambas características le permitieron un trato llano con el máximo tribunal.
Días después de su nombramiento, Del Valle estaba sentado en la testera, en la sala de plenarios de la Corte Suprema, oyendo a Bórquez. En su último discurso, el ministro atacó al diario La Segunda, con el que venía enfrentando una polémica pública desde el año anterior. El vespertino había criticado la falta de eficacia de los tribunales de justicia para aclarar los actos delictuales y condenar a los culpables. Bórquez había respondido denostando la forma sensacionalista en que el periódico publicaba las noticias.
En aquel discurso, Bórquez reconoció que sólo en un 25 por ciento de los procesos criminales en Santiago la investigación daba algún resultado, pero insistió en que las quejas por la falta de eficacia debían dirigirse hacia la "desidia" y "lenidad" de los servicios auxiliares. Específicamente, de Investigaciones. En la ceremonia -a la que también asistió Mónica Madariaga, aunque ahora estaba en Educación- Bórquez se quejó por la falta de interés de los abogados por entrar a la carrera judicial.
En sus once meses de gestión, Jaime del Valle se propuso hacer cambios, como la creación de una Escuela de Jueces que nunca prosperó.
Mientras fue subsecretario de Alessandri, Del Valle se sentía orgulloso de haber promovido la carrera de jueces que estimaba "independientes" como Adolfo Bañados, a quien consideraba ducho, recto y probo. Lo defendió ante Alessandri, quien no quería ascenderlo porque dictó una condena de 60 días de presidio por injurias, en contra del abogado de la Presidencia, quien había calificado de "plumario" a un periodista.
Acostumbrado a leer sentencias, desde sus tiempos de relator, Del Valle se oponía entonces a ascender a magistrados que demostraran poco conocimiento en sus fallos. Admite que, ya en el gobierno militar, siguió atendiendo a la calidad de las sentencias para decidir sobre ascensos y traslados, pero que ahora ponía especial atención al contenido "político" de éstas.
Los propios abogados le llevaban cuentos sobre algunos jueces para que les detuviera el ascenso. El estereotipo de frase era: "Este ministro es buena persona, es un tipo que sabe, yo tengo un buen juicio de él, pero está influido políticamente. Mira el fallo".
A Del Valle no le gustaba que los magistrados expresaran su descontento con la situación política en las sentencias. No había ejercido nunca un cargo bajo un gobierno de facto, pero pensaba que algunos jueces se aprovechaban.
El fallecido ministro Hernán Correa de la Cerda, fundador del Instituto de Estudios Judiciales, estuvo una vez en el despacho de Del Valle pidiéndole que considerara su nombre para un traslado a la Corte de Santiago.
-Mire magistrado, yo he leído algunas sentencias suyas y usted emite juicios políticos. Yo no voy a calificar sus conocimientos jurídicos, ni aprobarlos, ni desaprobarlos. Pero si veo juicios políticos en sus fallos, para bien o para mal, en favor o en contra, no me gusta -le dijo el secretario de Estado.
Correa de la Cerda palideció.
-Cómo, a qué se refiere.
-Sí pues. A mí no me importa que falles negro o blanco, pero aquí hay juicios que no tienes por qué emitir. Yo no te voy a nombrar.
Bajo la gestión de Del Valle, el gobierno militar contó entre sus éxitos haber "neutralizado" a Rafael Retamal. El secretario de Estado le advirtió a Retamal que no se vieran la suerte entre gitanos. Si el presidente de la Corte Suprema hablaba contra el Gobierno, tendría que aguantar que el ministro de Justicia dijera algo en su contra.
Según ex funcionarios del gobierno militar, nunca se le formuló una amenaza directa a Retamal, pero ya en ese tiempo el ministro tenía unos 50 parientes en el Poder Judicial, tres de los cuales fueron designados por Del Valle.
Del tiempo de la gestión de este ministro de Justicia data un documento secreto enviado por una alta autoridad militar a cada una de las secretarías de gobierno, con instrucciones generales y específicas. La misión de Justicia, según el texto emitido el 12 de julio de 1983, era sin duda política:
"1. Deberá contactarse con los ministros de la Corte Suprema partidarios del Gobierno con el objeto de neutralizar la acción veladamente opositora del Presidente de dicha Corte.
"Se deberán realizar todos los esfuerzos posibles para esta finalidad.
"2. Deberá programar contactos que relacionen al Presidente de la Corte Suprema con el Gobierno, de tipo oficial o extraoficial".
Al terminar 1983, Del Valle pasó al Ministerio de Relaciones Exteriores.
Llegaba la hora de Rosende.
El debut del Decano
Hugo Rosende juró como nuevo ministro de Justicia el 20 de enero de 1984. Su arribo al gabinete sólo oficializó un rol que el decano de la facultad de Derecho de la Universidad de Chile venía cumpliendo hacía años.
Rosende no sólo fue un ministro de Justicia. Fue un asesor político y uno de los hombres de mayor confianza de Pinochet. En marzo, en su primer discurso al mando de la Corte Suprema, con Rosende sentado a sus espaldas, Retamal sugirió a las autoridades administrativas que impartieran instrucciones a los servicios policiales para que respetaran las disposiciones legales sobre el trato a los detenidos y de esa manera hicieran "inverosímiles" las denuncias sobre secuestros, torturas y desaparecidos.
Con su particular modo de redactar, abusando de una ingeniosa y pretendida ingenuidad, Retamal tocó todos los aspectos que podían alterar la hasta entonces armoniosa relación entre el Poder Ejecutivo y el Judicial.
Dio cuenta de los numerosos recursos de amparo que se estaban tramitando en contra de las detenciones decretadas por el Ejecutivo. Dijo que se había demostrado cierto "progreso" en la resolución de tales presentaciones, por la decisión uniforme de las cortes de rechazarlos. No obstante, acogiendo las críticas que se formulaban por la falta de acusiosidad y estudio en los fallos, recomendó a los tribunales que emplearan "más su talento y su tiempo para que sus trabajos sean convincentes".
Reconoció que los procesos por detenidos desaparecidos habían terminado casi todos en cierres temporales o definitivos o en manos de la justicia militar. Los jueces, dijo, estaban haciendo todo lo posible para mejorar la administración de la justicia. Mencionó como ejemplo, el acto "heroico" de un ministro (era Servando Jordán) que se había dedicado exclusivamente a analizar los 116 expedientes del llamado "proceso del siglo" que estaba a punto de cumplir cien años depositado en los anaqueles del 16¡ Juzgado de la capital. Pero pidió a las autoridades que tomaran sus propias medidas para ayudar a descongestionar la labor judicial. Pronunciando palabras que no se habían usado desde esa tribuna en los años que duró el régimen militar, demandó el término del exilio, modificaciones a la ley antiterrorista y rebajas de penas para los procesados por haber ingresado clandestinamente al país.
Las palabras del nuevo líder no les cayeron en gracia a sus colegas. En abril de ese año, Retamal volvió a la carga en una ceremonia de juramento de 39 abogados. El ministro invitó a los nuevos profesionales a perfeccionar el estudio del Derecho Político, preparándose para las exigencias de la Nación, envuelta en tensiones sociales que amenazaban con estallar como los gases acumulados en el fondo de la tierra. Instó a los jóvenes y a los jueces a "declararse en beligerancia jurídica en contra de quienes, aunque dicen respetarlas, resisten las decisiones judiciales".
Sus colegas no tardaron en reaccionar. En un acto insólito, pues ha sido la única vez que los miembros de la Corte Suprema sancionan a su propio presidente, la mayoría de los magistrados firmó un acta de censura contra Retamal, manifestando no aceptar, ni compartir sus palabras, que podían "prestarse a interpretaciones de orden político que la ley prohíbe a los ministros de los Tribunales de Justicia".
En medio de la crisis política que amenazaba con infiltrarse también en el Poder Judicial, Rosende era, a no dudarlo, la mano que necesitaba el gobierno para imponer control. Con sus cuarenta años de ejercicio profesional, que le daban un conocimiento sin competidores sobre los secretos del palacio de calle Bandera, parecía el candidato ideal.
Su especial carácter causó resistencia en algunos integrantes del gabinete, pero el haber sido asesor de Jorge Alessandri lo investía de una aureola de santón, que ni la leyenda sobre los bono-dólares lograba empañar. Además, fue bendecido con la virtud de la oportunidad.
Rosende se incorporó en un momento muy difícil para Pinochet. Las protestas y la crisis económica sacudían al gobierno. Pinochet estaba ávido de palabras e informes halagüeños, en medio de un gabinete que lo agobiaba con cuentas alarmistas que recomendaban enmendar los cursos de acción.
Rosende era su hombre: un duro con excelentes dotes de adulador.
El nuevo ministro de Justicia no tenía que fingir. El general lo obnubilaba. El servilismo, la zalamería le nacían espontáneamente.
Rosende usaba sus propias definiciones para referirse al resto de los funcionarios que rodeaban al general. A unos los llamaba "ñatitos". Esos eran sus amigos. Otros eran los "mononos": sus enemigos o los ignorantes.
Inmediatamente entró en conflicto con Sergio Onofre Jarpa, que ocupaba el gabinete de Interior. Las diferencias políticas (Jarpa estaba por la apertura y Rosende se oponía) y el estilo sibilino del titular de Justicia hacían rabiar al jefe del gabinete. El secretario de Justicia se movía en las sombras. Lo acechaba. Sabía manejar la información que le sacaba a un integrante del equipo y usarla para indisponer a uno con el otro. El ejercicio de la intriga era su especialidad.
"Mira ñatito, me he enterado de tal situación. Te lo comento para que te luzcas con eso. Pero no me menciones, que aparezca como cosa tuya", era una frase típica en él.
Rosende mantuvo su oficina como abogado. Miembros del gabinete estaban convencidos de que sus acciones en el Poder Judicial estaban beneficiando sus asuntos particulares. También lo acusaban de cobrar comisiones por nombrar interventores en las liquidaciones de empresas.
Nada de eso tocó al secretario, que siguió empeñado en sabotear a Jarpa. En un discurso insólito, pues las contradicciones públicas entre los ministros no eran habituales bajo el gobierno militar, el ministro de Justicia lo atacó de frente.
"Dentro de este período de transición se ha ido produciendo un proceso de apertura política y la opinión pública que desea vivir en paz y democráticamente ve con asombro cómo se producen ciertas incoherencias en esta apertura. Ahí está la actitud de ciertos personeros políticos anhelantes de poder, de movimientos ideológicos extranjeros y nacionales que se mueven de un extremo a otro, de los grupos terroristas", dijo al inaugurar el año académico, en marzo de 1984, recién ingresado al gabinete.
Jarpa se quedó callado. Sabía que Rosende era un caso especial en el gabinete, pues gozaba de una particular predilección de Pinochet.
El ministro de Justicia usaba guardaespaldas. Jarpa no. Cuando el ministro del Interior le propuso al jefe de gobierno terminar con ese tipo de guardias para los secretarios del gabinete, Pinochet le respondió: "No estoy para que me secuestren un ministro, porque con los terroristas yo no voy a negociar".
Los enfrentamientos entre ambos continuaron con el tema de la Nunciatura, que complicaba al gobierno desde enero. Los autores del crimen del general Carol Urzúa habían pedido asilo en la Nunciatura y el Papa Juan Pablo II había dado a conocer su deseo personal de que se les permitiera salir de Chile.
Rosende se oponía diciendo que "los terroristas van a empezar a matar generales y después se meten a una embajada y listo".
Después de varios meses de debate, las razones políticas se impusieron sobre la voluntad de Rosende de entregar a los miristas a la CNI y a la justicia.
A Rosende no le gustaba el regreso de los exiliados.
En el segundo semestre de 1984, siete miembros del gabinete se reunieron para discutir, sin la presencia de Pinochet, si se autorizaba el ingreso de Aníbal Palma, antiguo ministro de Allende. En la sesión, el jefe de gabinete argumentó que se debía permitir el regreso del dirigente radical, pues tenía un juicio pendiente en los tribunales. Era una contradicción que la justicia lo reclamara y al mismo tiempo no se le permitiera entrar al país. Rosende, que veía la política de la apertura alimentando sus palabras, aportilló su exposición con otras y complejas lucubraciones jurídicas.
Jarpa se salió de sus casillas. Quería golpear al anciano ministro.
-¡Hasta cuándo me molestas, Hugo! -le dijo y se le abalanzó-. ¡Pelea de frente si eres hombre!.
Rosende, que a esas alturas tenía problemas para caminar, se quedó mudo, paralizado en su silla. Le tiritaba la barbilla. Los demás ministros atajaron a Jarpa, que con sus antecedentes de antiguo boxeador, podía lastimarlo de verdad en forma severa.
El ministro del Interior quiso renunciar ese mismo día, pero Pinochet lo respaldó y Palma fue autorizado a ingresar al país.
No por eso Rosende cedió en lo suyo.
Jarpa abandonó finalmente el gabinete, en febrero de 1985, en medio de las protestas populares masivas. Pinochet le ofreció a Rosende el puesto vacante, pero el ex decano prefirió continuar en Justicia. En Interior fue nombrado Ricardo García, aunque Rosende mantuvo su sitial de favorito. Fue el único civil elegido como orador para celebrar un aniversario de la Constitución del «80. Ocurrió en 1985, cuando la oposición cuestionaba el contenido y los plazos fijados por ésta. En un acto cargado de simbolismo, el presidente de la Corte Suprema, Rafael Retamal, fue invitado a situarse en el estrado junto a los miembros de la Junta y al general Pinochet.
Rosende cubrió la ceremonia con mensajes sobre el respeto a la juricidad: la Constitución se aplicaría en todas sus letras, les gustara o no a quienes fueren.
Ya a mediados de los '80 las crisis económica y política hacían temblar al gobierno y las relaciones con el Poder Judicial, especialmente por la precariedad económica que angustiaba a sus miembros, amenazaba con encrisparse.
En la intimidad de las Cortes, los magistrados se sentían vigilados. La lógica del soplón y la paranoia los afectó a ellos como a cualquier otro funcionario público en el país. Bajo el reinado de la CNI, en la Corte de Apelaciones de Santiago se afirmaba que un procurador del número tenía grado y sueldo de coronel y que prestaba servicios para esa entidad. Otros funcionarios menores, como oficiales de sala y actuarios, eran mirados con desconfianza.
Aun en ese escenario, el ministro de Justicia fue absolutamente eficiente:
Según palabras de Jaime del Valle, "Hugo mantuvo un entendimiento entre los poderes Ejecutivo y Judicial, que significó que no hubiera fricciones, peticiones desmedidas ni protestas por los sueldos, a pesar del estancamiento que se produjo desde el final del período de Mónica Madariaga. Tuvo la virtud de crear un lazo muy estrecho y cordial, que evitó algunas dificultades que podría haber enfrentado el gobierno".
La disidencia judicial
En 1980 se creó en Santiago la Corte de San Miguel. Los presidentes de la Corte Suprema venían reclamando desde hacía tiempo la creación de un nuevo tribunal de alzada en la capital y finalmente el Ejecutivo, seducido por los consejos de Mónica Madariaga, accedió.
En esa Corte se instaló un microclima. Ascendieron a ella jueces relativamente jóvenes, inspirados, motivados. Uno de ellos, Hernán Correa de La Cerda, con su carismático carácter entre ingenuo, afable y optimista, se convirtió en el catalizador de un grupo que comenzó a reunirse para reflexionar sobre los problemas de la justicia en Chile. También, para leer sentencias y analizar las motivaciones tras ellas.
La nueva "tendencia", que sumó a algunos de los ministros de la Corte de Santiago, evitaba identificarse con movimientos o partido político alguno. Sus aspiraciones eran, se decían a sí mismos, "gremiales". No obstante, era evidente que los cambios a que aspiraban no se producirían bajo dictadura.
Pululaban en torno a este grupo Marcos Libedinsky, Luis Correa Bulo, Mario Garrido Montt, Carlos Cerda, Rodrigo Viel, Héctor Toro, José Benquis y Haroldo Brito, entre otros. Las únicas diferencias explícitas entre ellos se daban entre masones y católicos.
Las mujeres también participaron activamente: Nancy de la Fuente, Mónica Maldonado (hija del ex presidente de la Corte Suprema, Luis Maldonado), Cecilia Venegas, Irma Meuner Montalva (de Concepción), María Teresa Letelier y Adriana Sottovia.
De estos encuentros salió una "carta de reflexión" que describió un listado de críticas que la ciudadanía hacía al Poder Judicial. Solamente una narración de lo que los magistrados oían en sus cargos, sin conclusiones políticas, ni puntudas. Nada de propuestas, por el momento. Todavía se trataba de las iniciativas de un grupo muy reducido.
En los primeros años de los '80 los ministros de cortes de apelaciones y los jueces vivían en la paranoia de ser mal calificados o expulsados si deslizaban algún comentario o hacían algo que no gustara en las alturas de la Corte Suprema o en el gobierno. La comunicación entre ellos, las invitaciones a una actividad, por abstracta que fuera, era difícil. Además, los ministros de la Corte de Santiago no aceptaban de buena gana a sus colegas de la Corte sanmiguelina.
Los actos de valentía de unos quedaron en el desconocimiento de los demás. El respaldo, la solidaridad, serían penados. Fue así como uno de los hechos que más conmovió a la Corte de San Miguel apenas fue conocido por sus colegas en Santiago y menos en el resto de las regiones. El acto, del que fue protagonista el actual ministro de la Corte Suprema José Benquis, no fue publicado en los diarios.
Era octubre de 1984. El matrimonio constituido por Francisco Jara y Teresa Rosas y su empleada, María Vásquez, presentaron un recurso de amparo ante la Corte de San Miguel, afirmando que un grupo de agentes de la CNI los tenía prisioneros en su propia casa, sin orden de detención, ni de allanamiento alguna.
Benquis, junto a la secretaria de la corte y al relator Roberto Miranda Villalobos, partió a la casa de los Jara, por decisión de la Corte. Tras golpear por largo rato un portón que antecedía el domicilio, un agente se asomó. En el informe que el juez presentaría más tarde al tribunal, lo describió como: "Un sujeto con lentes de color amarillo que pidió la identidad de los presentes".
Cuando el magistrado se identificó, el agente desapareció sin pronunciar palabra.
Veinte minutos más tarde salió otro individuo, de barba, que se negó a proporcionar su nombre. El sujeto dijo ser un funcionario de seguridad que estaba "a cargo" del domicilio y conminó a la delegación a explicar el motivo de su presencia. Les exigió pruebas de su identidad. Benquis le informó sobre el recurso de amparo y le entregó una credencial. Sobraban las explicaciones acerca de sus atribuciones para inspeccionar el domicilio, pero el desconocido de barba le dijo que pediría instrucciones a sus superiores y le cerró el portón en la cara.
El tiempo pasaba. Nada parecía moverse. Benquis, que tenía las llaves de la casa, decidió entrar. Se las arregló para comunicarse con Investigaciones y dos detectives llegaron a asistirlo. Pasadas las cinco de la tarde, el ministro trató de abrir el portón. Otra vez apareció el agente barbudo, acompañado por un segundo sujeto. Ambos portaban sus metralletas.
-Exijo que se me deje entrar -reclamó con energía el magistrado, pero los agentes, levantando sus armas, le negaron el paso.
-Mire, soy un ministro de la Corte de Apelaciones y de acuerdo con la ley vigente, estoy autorizado a inspeccionar este inmueble y constatar el estado de las personas que se encuentran en su interior.
Los agentes usaron pocas palabras para negarse nuevamente. Blandieron sus ruidosas armas en frente de la cara del magistrado. La amenaza era directa. El ambiente se puso tenso. Uno de los detectives exhibió su placa, conminando a los agentes a franquear la entrada de la propiedad. El sujeto de barba pidió la credencial oficial a secretaria del tribunal, la miró, y dijo que no les autorizaba el ingreso, que apuraría los contactos con sus superiores.
Los hombres de la CNI lograron por la fuerza cerrar el portón.
Unos 25 minutos después, llegó a la casa otro grupo de agentes, exhibiendo sus metralletas. Eran los "superiores" de los funcionarios que permanecían dentro. Entre ellos, uno que se identificó como el abogado Vicente Garrido, empleado del Estado Mayor de la Defensa Nacional, ordenó abrir el portón y permitir el ingreso del magistrado, quien finalmente pudo interrogar a la familia Jara.
Teresa Rojas narró al magistrado que la noche anterior, escalando la pandereta, repentinamente ingresaron a su casa algunos sujetos que portaban metralletas y que la dejaron detenida en su casa a ella, a su esposo, a su pequeño hijo, a la empleada del hogar y hasta al pololo de ésta, José Arriagada, quien se encontraba accidentalmente ahí. Posteriormente se habían llevado a su esposo, no sabía a dónde. Los detenidos no podían salir, abrir las cortinas, escuchar radio, ni ver televisión. Ante la mirada entre furiosa y confundida de los agentes, que se mantuvieron todo el tiempo con sus metralletas en alto, Benquis, junto a la dueña de casa, recorrió la propiedad anotando los destrozos del allanamiento.
El abogado Garrido le dijo al ministro que la ocupación había sido ordenada por un fiscal militar y que el Ministerio del Interior había dispuesto la detención del dueño de casa, pero no exhibió documento alguno que acreditara sus dichos.
A su regreso al tribunal, el ministro ordenó que se llevara ante su presencia al detenido Francisco Jara, con el objeto de constatar su estado de salud.
Fue una de las contadas veces bajo los 17 años de gobierno militar en que un magistrado hizo uso de la facultad del "habeas corpus" implícito en el recurso de amparo.
En respuesta, el Director de la CNI, Humberto Gordon, dijo que Jara ya estaba en libertad. Dos días después, el 24 de octubre, el tribunal pleno de la Corte de San Miguel protestó por el incidente expresando que los agentes tuvieron "una actitud prepotente, haciendo innecesaria exhibición de armas de fuego ante el señor ministro encargado de la diligencia". Se enviaron copias del acta a la Corte Suprema y al director de la CNI. El tribunal de alzada pedía a sus superiores que tomaran las "medidas" pertinentes para evitar una "repetición de actos como los ocurridos. La Corte de San Miguel rechazó el recurso de amparo, pues a la fecha de la resolución las detenciones habían cesado, pero se dejó expresa constancia de que el acto había sido ilegal y arbitrario.
Sólo quince días después la Corte Suprema tomó un acuerdo que pareció respaldar, al menos en parte, la actuación de este tribunal. Ofició a las cortes de apelaciones para que en aquellos procesos "en que les sean denunciado delitos contra la libertad y seguridad de las personas (...) procedan a constituirse de inmediato en el recinto no militar que se les señale responsablemente por los denunciantes". A los cuarteles de la CNI envió instrucciones para que "siempre" tuvieran un funcionario responsable de atender los requerimientos de los tribunales.
La Corte Suprema, además, se comunicó por oficio con el general Pinochet, quien respondió que acciones como ésa no se volverían a repetir. No obstante, en el futuro, varios otros magistrados serían impedidos de ingresar a los cuarteles de esa policía secreta y la Corte Suprema aceptaría el argumento de que los cuarteles de la policía secreta eran también recintos militares.
El caso de Benquis removió la conciencia de algunos de sus colegas que sentían la impotencia de tratar de avanzar en las investigaciones y encontrarse con el escaso respaldo de sus superiores. Tampoco colaboraba mucho la Asociación de Magistrados. Tras la salida de Sergio Dunlop del Poder Judicial, en 1979, estaba en la presidencia, Alfredo Pfeiffer, a quien sus pares reconocían como un decidido partidario del gobierno militar. Bajo su gestión, los temas de "bienestar" y salariales eran el exclusivo tópico de la organización.
En 1985, el grupo disidente se atrevió y presentó una lista de candidatos a la Asociación, con la voluntad de reivindicar la imagen del poder judicial. Unos cuarenta magistrados se reunieron un fin de semana largo en El Tabito y prepararon un programa y las declaraciones de principios. En sus escritos, plantearon su preocupación por el desprecio que sentía la opinión pública hacia la magistratura y por los nombramientos políticos en la carrera judicial. Sugirieron ideas para ampliar la independencia de los magistrados, recuperar la dignidad perdida y crear una transparente y efectiva carrera judicial.
No hablaban de cambios en el sistema político, pero en el contenido de sus propuestas subyacía la necesidad de un retorno a la democracia.
El candidato a la presidencia fue Germán Hermosilla.
El primer año que se postularon, los disidentes perdieron. Pero al siguiente, arrasaron.
Cuando el magistrado decide hacer justicia
Con la expansión de las protestas masivas en contra del régimen militar en 1983, y el surgimiento del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, recrudeció la represión contra los opositores. La policía política, bajo el mando del general Humberto Gordon, usó la tortura, las detenciones sin decreto y los cuarteles secretos como sus herramientas.
Esta vez, sin embargo, no todo el Poder Judicial se prestó para tolerar tales prácticas en la presunta investigación de delitos políticos. Las ocasiones en que los tribunales ordenaron a sus ministros constituirse en recintos de la policía secreta o en que pidieron que los detenidos fueran puestos a su disposición no llegan a veinte en un total de más de 10 mil recursos de amparo presentados durante todo el régimen militar, pero es evidente que hacia mediados de los '80 algunas cortes de apelaciones estaban decididas a hacer respetar la ley.
En la Corte de San Miguel, las resoluciones en protección de los derechos de los detenidos se hicieron habituales. En 1985, ese tribunal de alzada logró que dos amparados por torturas fueran llevados a su presencia. El primero fue el caso de Pablo Yuri Guerrero, estudiante de educación física y presunto integrante del FPMR. Según la información aparecida en la prensa, agentes de la CNI habían atrapado al estudiante, junto a Alberto Victoriano Veloso, conduciendo una Renoleta en que trasladaban 60 granadas de mano, seis patentes falsas y explosivos iniciadores para granadas. En el enfrentamiento, según los diarios, murió Victoriano y Guerrero quedó en estado grave.
Apenas recibió el recurso de amparo, la Corte sanmiguelina llamó a las distintas reparticiones oficiales hasta confirmar que el detenido se encontraba en el cuartel ubicado en la Avenida Santa María. El general Gordon informó que un decreto del Ministerio del Interior autorizaba la detención por cinco días.
La Corte insistió en que la Constitución, que garantiza el amparo, está por sobre los decretos y que, por lo tanto, Guerrero debía ser puesto a su disposición. El 4 de julio, tres días después de la detención, Guerrero fue llevado a la Corte de San Miguel, donde un perito del Instituto Médico Legal constató que presentaba contusiones, cicatrices y esquimosis por todo el cuerpo. Los ministros José Benquis, Jorge Medina y el abogado integrante, Sergio Urrejola, presenciaron el examen. El especialista concluyó que las heridas se debían a la acción de "un cuerpo punzante y contundente".
Guerrero tenía miedo. Pensaba que todavía estaba en poder de la CNI. Los magistrados tuvieron que convencerlo de que estaba en un tribunal para que se atreviera, finalmente, a declarar. Benquis tomaba notas:
"Me amarraron ambos tobillos y las muñecas y comenzaron a aplicarme corriente primero en los tobillos, luego en los genitales, en las nalgas, en una herida que tengo al costado derecho del tórax producida por una operación que me practicaron en octubre del año pasado (...) Para la aplicación de la tortura que llamaban 'submarino' me llevaron desnudo a una pieza que al parecer era un baño y me sumergieron en el interior de una tina, de espaldas y los tobillos también amarrados. En esta posición me fueron sumergiendo de a poco en el interior del agua de la tina, llegando el nivel del agua hasta los orificios nasales. El individuo que me interrogaba dijo que mi vida dependía de él, ya que habían anunciado a la prensa que yo me encontraba herido de gravedad, así es que perfectamente podían matarme y a ellos no les iba a pasar nada".
Los magistrados acogieron de inmediato el recurso de amparo y ordenaron la internación de Yuri Guerrero en el Hospital Barros Luco. Luego enviaron los antecedentes al Quinto Juzgado del Crimen para que iniciara la investigación de los presuntos delitos cometidos por los agentes.
Pocos meses después, la Corte recibió otro recurso similar. La víctima esta vez era una mujer. La profesora de 28 años Delfina Carmen Briones, detenida por la CNI en octubre de 1985. El abogado que la representó informó al tribunal que la mujer sufría un problema de desnutrición y pidió que, donde fuera que estuviera, se le permitiera la visita de un médico.
Cinco días después aún se desconocía su paradero. El 24 de octubre los ministros Aquiles Rojas, José Benquis y el abogado integrante Sergio Urrejola ordenaron al director de la CNI poner a su disposición a la amparada. La mujer compareció ante los ministros ese mismo día, después de que se resolvieran una serie de disputas entre Gendarmería, la fiscalía, la CNI y la secretaria del tribunal.
Delfina Briones declaró que fue detenida en compañía del ciudadano argentino Juan Carlos Espinoza cuando se retiraban de una barricada en el callejón Lo Ovalle con Avenida La Feria, en medio de una protesta. Los agentes que los aprehendieron los llevaron a la casa del argentino para buscar su pasaporte y allí encontraron "literatura marxista, unos panfletos que se pensaban repartir ese día de protesta y además una hojas mimeografiadas, de carácter informativo que tenían las 'R', símbolo de resistencia". Los detenidos fueron llevados al cuartel de Santa María. La mujer fue interrogada con aplicaciones de corriente en una camilla conocida como "la parrilla". El médico cirujano Ramiro Olivares, de la Vicaría de la Solidaridad, aceptó el llamado de los ministros y constató en el tribunal una docena de lesiones que presentaba la mujer por causa de las torturas. El informe del profesional sería refrendado más tarde por el Instituto Médico Legal. El caso fue enviado a un tribunal del crimen.
En Valparaíso, en una actitud similar, el entonces juez Haroldo Brito enfurecía a los jefes de la CNI con su implacable voluntad de constituirse en los cuarteles secretos.
El veranito no duró mucho. La Corte Suprema aceptó la interpretación del Gobierno en cuanto a que los cuarteles de la CNI debían considerarse recintos militares y que las detenciones en virtud de los Estados de Emergencia no eran susceptibles de recursos de amparo.
No obstante, la Corte de San Miguel siguió dejando constancia del incumplimiento por parte de la CNI de importantísimas normas legales. El 29 de septiembre de 1986, el pleno, con el ministro Hernán Correa de la Cerda como presidente subrogante, protestó ante la Corte Suprema porque ese organismo, en los recursos en favor de tres detenidos "además de haber proporcionado información confusa y dilatoria, se ha negado a cumplir las instrucciones impartidas, sin justificación alguna". Tres días después, la corte volvió a reclamar porque en los recursos por otro grupo de seis detenidos el general Gordon "ha dejado de cumplir lo ordenado por las tres salas de esta Corte en orden a poner a disposición de este tribunal a los amparados (...) a objeto de constatar las condiciones físicas en que se hallaban. Esta negativa reiterada, además de constituir una omisión evidente del auxilio que dicha institución se encuentra obligada a prestar a este órgano superior de justicia, importa una infracción delictual".
Los ministros se quejaban, además, porque agentes de la policía secreta llamaban al tribunal para entregar antecedentes falsos y confundir a los magistrados.
Las cortes de Concepción y Valdivia también se quejaron por actos similares.
La Corte Suprema informó al gobierno y el general Pinochet, en un oficio fechado el 20 de octubre de 1986, respondió manifestando "el profundo malestar que me causara la ocurrencia de los hechos relatados, habiendo impartido de inmediato las instrucciones correspondientes a los señores Ministros del Interior y de Defensa Nacional, para que reiteren a ese servicio las órdenes en cuanto a que se ha de proceder en todo momento con estricta sujeción a la Constitución y a las Leyes".
A pesar de todo esto, el servicio secreto continuó desconociendo las resoluciones de los tribunales. En el mismo período, la Corte de Santiago instruyó al ministro Juan González para que se constituyera en el recinto de calle Borgoño 1470, pero el oficial a cargo le impidió el ingreso, diciendo que necesitaba la orden del director de la Central. La Corte de Apelaciones dio cuenta a la Corte Suprema del hecho y ésta transmitió el reclamo al Ejecutivo, aunque posteriormente aceptó la explicación de que se había tratado de un error.
En 1987, la Corte Suprema, con Retamal en la presidencia, declaró que la CNI "no ha debido impedir el cumplimiento de las resoluciones judiciales dictadas por la Corte de Apelaciones de Santiago en un recurso de amparo, ni aun por orden del Fiscal Militar de Santiago, Fernando Torres Silva.
El caso de Yuri Guerrero llegó a manos del juez René García Villegas. El magistrado debió enfrentarse a una CNI que insistía en presentarle agentes con identidad falsa. Cuando, no obstante, logró establecer que se había cometido el delito de torturas, la justicia militar le pidió el caso. El juez se negó a declararse incompetente y la Corte Suprema, en mayo de 1988, lo amonestó por haber usado en su resolución expresiones que se consideraron "desmedidas en contra de la justicia castrense". García Villegas había dicho simplemente que los procesos terminan normalmente con sobreseimiento definitivo en el ámbito de la justicia militar.
A finales del mismo año, el tribunal superior volvió a castigarlo, con quince días de suspensión y una multa de medio sueldo, por haberse involucrado en política. El magistrado había hecho declaraciones a la Radio Exterior de España a comienzos de año, diciendo que en Chile se practicaba la tortura. La entrevista fue usada en la Propaganda del No y aunque el magistrado afirmó que el material había sido usado en ese espacio sin su autorización, la Corte no le creyó y el 25 de enero de 1990, en votación dividida, lo destituyó del cargo.
En el mismo proceso de calificaciones, los magistrados José Benquis, Hernán Correa y Germán Hermosilla fueron puestos en Lista Dos por haberlo visitado para expresar su solidaridad, cuando el juez estaba suspendido.
A mediados de los '80, en la Corte de Santiago, el ministro Carlos Cerda investigaba al Comando Conjunto, al mismo tiempo que José Cánovas se hacía cargo del caso por los tres profesionales degollados y establecía la participación de policías y agentes civiles dependientes de la Dirección de Comunicaciones de Carabineros (Dicomcar). Su investigación contaba con el respaldo del presidente de la Corte Suprema, Rafael Retamal.
Mientras Cánovas avanzaba en su tarea, los jefes de los servicios de seguridad se reunían diariamente con los estados mayores de las diferentes ramas de las Fuerzas Armadas para comentar el estado del proceso.
Cánovas había marginado de la investigación a Carabineros y se apoyaba paradojalmente en la CNI, que emitió el primer informe incriminatorio en contra de la policía uniformada. El director de Carabineros, César Mendoza, se quejó ante Rosende por la exclusión de sus hombres en las pesquisas y el ministro de Justicia transmitió la inquietud a la Corte Suprema.
Cánovas fue citado para explicar el proceso en el pleno. Tras una extenuante sesión, sólo uno de ellos se levantó de su asiento para felicitarlo. Cánovas quiso renunciar, pero Rafael Retamal lo persuadió para que siguiera adelante.
Agobiado por las presiones y las amenazas de muerte que soportaba en silencio, Cánovas decidió someter a proceso a dos de los eventuales autores y decretar arraigos en contra de otros dieciséis, al mismo tiempo que se declaraba incompetente en favor de la justicia militar.
Con un día de anticipación comunicó su voluntad a Retamal. Retamal informó a Rosende y Rosende, a la Moneda.
Pinochet convocó a una reunión urgente en la que participaron los ministros más importantes -Ricardo García-, Francisco Javier Cuadra, Jaime del Valle y Santiago Sinclair- con los generales Mendoza y Rodolfo Stange.
Caso excepcional en este tipo de procesos, la justicia militar rechazó quedarse con él. Sin embargo, la Corte Suprema anuló los encausamientos de Cánovas y el ministro se quedó sin otra salida que decretar el cierre temporal de la causa.
Pese a que los antecedentes se quedaron durmiendo hasta el cambio de gobierno, el caso degollados provocó una de las mayores crisis en el gobierno militar e implicó la salida del director general de Carabineros, César Mendoza.
Ante la nueva actitud que estaban demostrando las cortes de Apelaciones y algunos jueces, el gobierno militar optó, a partir de 1986, por reforzar la acción de la justicia militar. Las fiscalías se transformaron en tribunales para los delitos políticos, con la CNI como su policía auxiliar y premunida de especiales facultades, como la de decretar reiteradas y prolongadas incomunicaciones.
Llegaba el momento estelar para el fiscal ad hoc Fernando Torres Silva.
La visión crítica de los académicos
Desde que Hugo Rosende llegó al Ministerio de Justicia, los magistrados se acostumbraron a los movimientos en las sombras. A la macuquería. Al ascenso de personas sin la menor calificación profesional. A la postergación de los capaces e independientes.
El líder de los preferidos por el ministro de Justicia en el Poder Judicial fue, indiscutiblemente, Hernán Cereceda, quien constantemente nutría al gobierno de informes políticos sobre sus colegas.
"Hicieron lo que quisieron. No se les escapaba ningún nombramiento, ni de oficial de sala. Se produjo un caciquismo. Había que tener una lealtad absoluta hacia alguna de las 'familias' o te quedabas afuera".
En ese escenario, los ministros disidentes se cuidaban bastante de emitir opiniones políticas. Trataban de mantenerse al margen de cualquier expresión opositora. En general, no daban entrevistas. Sin embargo, se expresaban en el campo académico.
Parte de estos magistrados fueron atraídos por instituciones como la Universidad Diego Portales y el Centro de Promoción Universitaria (CPU), que ya desde mediados de los '80 estudiaban las reformas que sería necesario practicar al Poder Judicial. A su pesar, de sus dichos o artículos, aunque no circulaban en un área más extensa que las universidades y centros de estudio, siempre llegaba algún comentario a la Corte Suprema.
Las expresiones académicas de los disidentes, por abstractas que fueran, no escapaban a la crítica y la censura.
Destacados profesores como el juez Héctor Toro fueron tachados de "izquierdistas" en el alto tribunal y en el Ministerio de Justicia. Toro figuró en numerosas quinas para ascender a ministro, pero nunca fue nombrado. Tuvo que esperar hasta el gobierno de Patricio Aylwin.
Otros recibían mensajes sutiles, como los que sorprendieron a Hernán Correa de la Cerda, Nancy de La Fuente, Germán Hermosilla y Marcos Libedinsky, por haber colaborado en la obra del CPU, "Proposiciones para la reforma judicial", con Eugenio Valenzuela Somarriva como editor coordinador. Después de la publicación, los cuatro magistrados recibieron votos para ser incorporados en Lista Dos.
El sistema de calificaciones operaba hasta entonces de la siguiente manera: al finalizar cada año, los jueces elevaban a su respectiva Corte de Apelaciones un informe sobre los funcionarios bajo su tutela, proponiendo la inclusión de ellos en alguna de las cuatro listas que establecía la ley (al comienzo del gobierno militar eran sólo tres, pero luego se agregó la Lista Cuatro). El tribunal de alzada analizaba esos informes y calificaba a los jueces y a los funcionarios hacia abajo. El resultado se ponía en conocimiento de los afectados para que formularan sus descargos, de ser necesarios.
Sin embargo, cuando el máximo tribunal, que tenía la última palabra, recibía tales informes, resolvía en el más absoluto secreto. La ubicación en las diferentes listas se decidía por simple mayoría. Al interesado se le daba a conocer, en forma confidencial, únicamente la nómina en que había sido calificado y el número de votos obtenidos, sin los fundamentos ni la identidad de quienes los pronunciaban.
En rigor, un magistrado puesto en Lista Uno en votación dividida pertenecía a esa categoría tanto como otro calificado unánimemente. Sin embargo, en la práctica, un puñado de votos para la Lista Dos manchaba su trayectoria. Era una advertencia. Una señal de que probablemente su nombre no sería considerado en las quinas de ascenso.
En la mentada publicación sobre "Proposiciones para una reforma al Poder Judicial", los participantes mencionaron una serie de deficiencias del sistema chileno, que los ministros de la Corte Suprema estimaron injuriosas.
Uno de los artículos, titulado "Análisis crítico de usos y prácticas judiciales y eficiencia del Poder Judicial", examinaba al Poder Judicial desde el punto de vista de la teoría organizacional: sus objetivos, cumplimiento de metas, eficiencia. Aunque ni siquiera mencionaba la palabra corrupción, hablaba de cotidianas prácticas "anómalas", como los pagos de coimas que hacían los abogados para conocer los expedientes.
El autor describía entre las deficiencias del sistema, la institucionalización de "violaciones pautadas, disimuladas e informales del proceso legal", como el abuso del recurso de queja, y la configuración de múltiples centros de decisión e influencia, ajenos a lo jurídico:
"Los tribunales aparecen como una institución que ha exagerado aquello que Carl Schmitt llamaba los 'pasillos del poder'. Esto es, como una institución que ha exacerbado esa inevitable antesala de influencias e informaciones indirectas con las que el poderoso adopta sus decisiones... la decisión jurisdiccional depende, más que del juez, de aquellos que manejan la antesala y el pasillo.
En el mismo libro, el abogado Eugenio Somarriva analizaba las cinco primordiales funciones de la Corte Suprema y las deficiencias en su cumplimiento. "La jurisprudencia emanada de la Corte Suprema", acusaba, "ha logrado, en muy escasa medida, uniformar el genuino sentido de ley y enriquecer y vivificar el derecho y poco o nada ha contribuido al progreso jurídico".
Eso era lo mismo que imputar flojera y falta de vuelo intelectual a los altos magistrados.
Valenzuela les reprochaba además un errado concepto sobre la separación de Poderes, que los había inhibido de ejercer el necesario control sobre el Poder Ejecutivo.
El sistema de designaciones también se ponía en tela de juicio, pues la conformación de quinas y ternas se hacía sin ningún llamado a concurso, ni procedimiento objetivo de selección, basado casi exclusivamente en la arbitraria propuesta de los ministros de la Suprema, estimulando "un espíritu de cuerpo que con tanta facilidad degenera en uno de casta".
"Son muchos los testimonios que demuestran la existencia de un elemento que, a pesar de no figurar explícitamente en los textos legales, es tanto o más relevante llegado el momento de efectuar los nombramientos y promociones. Me refiero al gravitante rol que juega la influencia política".
Estas palabras sonaban a calumnia dentro de la Corte Suprema que se jactaba, precisamente, de haberse mantenido al margen de la "política".
Al final del libro, el magistrado Hernán Correa de la Cerda, exponía la necesidad de crear una escuela judicial, argumentando que la mejor garantía de un poder judicial eficiente e independiente era la personalidad del juez. Citando a Eduardo Couture, el magistrado decía:
"El instante supremo del Derecho no es el del día de las promesas más o menos solemnes consignadas en los textos constitucionales o legales. El instante realmente dramático es aquel en que el juez, modesto o encumbrado, ignorante o excelso profiere su solemne afirmación implícita en la sentencia. La Constitución vive en tanto se aplica por los jueces: cuando ellos desfallecen, ya no existe más".
Respaldando sus reflexiones, el entonces presidente de la Asociación Nacional de Magistrados, Germán Hermosilla, describía un listado de valores deseables en el juez: independencia, imparcialidad, equilibrio y ponderación, espíritu analítico, crítico y creativo, compromiso con la verdad. "El juez no es un mero aplicador de ley", decía.
La mayoría de los ministros de la Corte Suprema, con la cuota de suspicacia que la situación ameritaba, tomaron tales análisis como insultos a sus personas. Fue así que se originaron los votos en lista Dos, manchando la calificación anual de quienes participaron en la obra.
Algo no previsto y hasta insólito fue el interés del Departamento de Estado del gobierno estadounidense por las inquietudes de los académicos disidentes. El hecho es que trató de conquistarlos.
"Harry Barnes (el ex embajador en Chile) nos infiltró. Ellos tenían mucho interés en sensibilizarnos sobre los casos de violaciones a los derechos humanos. Sobre el caso Letelier. Fueron muy hábiles", cuenta uno de ellos.
A finales de la década, Correa de la Cerda fundó el Instituto de Estudios Judiciales y la Corte Suprema, inesperadamente, le cedió un espacio en el edificio donde funcionan los tribunales civiles, en Huérfanos con Amunátegui. Correa quería que el instituto se transformara en una escuela para los jueces.
Estos disidentes-académicos tendrían una importancia gravitante en los acuerdos que se tomaron en la primera convención de magistrados bajo el gobierno de Patricio Aylwin, como el respaldo a la creación de un Consejo Nacional de la Justicia, e incluso en la elaboración de los proyectos para reformar el Poder Judicial que se presentarían en el futuro.
Las causas económicas
La responsabilidad de asumir la defensa de los derechos de los ciudadanos no fue lo único en que falló el Poder Judicial chileno bajo el gobierno militar. Otra, menos debatida y publicitada, dejó en evidencia las deficiencias que hasta el día de hoy afectan a ese poder del Estado.
Me refiero a la responsabilidad de afrontar con idoneidad y eficacia las causas económicas.
La crisis de 1982 congestionó los tribunales civiles y los del crimen con demandas por cobro de deudas y querellas por fraudes, estafas, problemas con empresas de papel. La sola crisis de los bancos rebotó con los juzgados en la forma de más de cincuenta causas.
Recordemos las páginas de los diarios mostrando la imagen del biministro Rolf Lüders, mientras es conducido a Capuchinos, después de haber sido sometido a proceso.
¿Cuál fue el destino de esos expedientes? Aunque es difícil pesquisarlos, pues se encuentran distribuidos en una maraña inextricable de causas repartidas en numerosos tribunales, puede afirmarse sin temor al yerro que, casi dos décadas más tarde, la mayoría de ellos todavía está en tramitación.
Muy pocas de las causas criminales han culminado en sentencia definitiva y, si lo han hecho, ha sido sólo recientemente. Tal vez demasiado tarde. Un ejecutivo que incurrió en delitos económicos a los 36 años y que ha venido a ser condenado a prisión cuando ya tiene más de 50, conmueve los sentimientos de compasión de cualquiera.
La justicia cuando tarda mucho, no es justicia.
La actitud de los tribunales frente a estos procesos habla de las incapacidades de los jueces para enfrentar temas nuevos, difíciles y complejos, y de las deficiencias de la legislación, que han permitido alargarlos hasta el infinito. Es también una prueba de lo que el ciudadano común critica en cada encuesta que se hace sobre el Poder Judicial: los tribunales, en general, no actúan con igual celo y severidad cuando el demandado o querellado tiene poder político o económico.
En 1986 el presidente de la Corte Suprema, Rafael Retamal, reconoció los problemas que estaba enfrentando el Poder Judicial por la proliferación de este tipo de juicios.
"Es natural que cualquiera crisis económica produzca como resultado la proliferación de pleitos. Los bancos y las instituciones financieras han cobrado sus créditos y los deudores no han podido pagarlos y han resuelto hacer uso de todos los recursos posibles para dilatar los juicios, provocando incidentes, algunos de larga tramitación. Así cada expediente civil ha originado varios cuadernos. En el orden penal ha acontecido algo semejante. Las dificultades en el cobro en el orden civil han promovido en los letrados la tendencia a convertir en asunto penal algunas medidas del deudor para evitar el cobro".
La crisis del '82 descubrió que gran parte de la pujanza económica de los años anteriores se había sustentado en empresas especulativas. Empresas de papel. Algunos bancos las usaban para prestarse dinero a sí mismos o como pantalla para simular un capital que no poseían.
Después de la debacle, el costo lo pagó el fisco. Para tratar de recuperar lo perdido, el Consejo de Defensa del Estado se hizo parte en procesos para perseguir los delitos cometidos por las entidades financieras, como infracciones a la ley de bancos, estafas y falsificación de documentos.
En un registro que se lleva a mano en esa institución, es fácil advertir que la mayoría de las 12 causas en que el CDE todavía es parte siguen abiertas.
Los jueces de primera instancia han gastado años decretando pericias contables, auditorías, informes. Tratando de entender cómo y por qué se produjeron los delitos. Los acusados, en la contraparte, han contado con la representación de abogados expertos en prolongar los procesos, inspirados en la idea de que, si alguna vez llega el momento de la sentencia definitiva, obtendrán mejores condiciones para sus clientes pasado el escándalo y olvidada la materia en la memoria colectiva.
Los jueces, por su impericia, no han tenido la capacidad de darse cuenta de los errores en los informes periciales, pues tendrían que entender los pasos que siguen sus autores para llegar a un resultado. Todo esto es muy difícil para ellos. En general, se han guiado sólo por lo que dice la conclusión. El CDE, en su rol de acusador, ha debido subsidiar esta incapacidad, aguzando la vista para detectar los yerros y pedir correcciones.
Cuando han llegado, las condenas han sido mayormente simbólicas. En ninguno de los casos los tribunales aprobaron las demandas civiles, que es lo más importante en este tipo de juicios, pues permite al fisco recuperar los dineros.
En sólo dos de los causas en que el CDE es parte, la Corte Suprema ha confirmado una condena y el fallo está a firme en los casos del Banco de Linares y de la Financiera de Capitales. En ambos, la resolución definitiva llegó en los 90 y los inculpados recibieron penas mínimas, de presidio remitido.
Es evidente que el Estado no ha ganado esta cruzada.
He aquí algunos ejemplos:
La causa en contra de la Compañía General Financiera (CGF) -que era, en rigor, un banco- estuvo diez años en estado de sumario. Los trámites que realizó el tribunal correspondieron principalmente a peritajes contables de gran magnitud, que mantuvieron el expediente pasando de las manos de un perito a las de otro. De tanto en tanto, la defensa de los inculpados solicitó que se declarara la prescripción, argumentando que la causa había estado demasiado tiempo paralizada. Y aunque no lo estaba, la sola presentación de la incidencia alargó todavía más el sumario.
El Estado perseguía allí dos tipos de actos delictivos: el primero, las empresas de papel. El grupo económico Sahli-Tassara, dueño de la CGF, creó una serie de sociedades ficticias, donde ponían como presidentes y gerentes a personas que pertenecían al grupo. Estas empresas tenían un giro inexistente, no poseían ningún tipo de activo y su capital era mínimo, unos 500 mil pesos de hoy. Aun así, pedían créditos a la CGF por 20 ó 30 veces el valor de ese capital. Como el grupo controlaba el banco y las empresas, autorizaba los créditos. En el fondo se estaban prestando dinero a sí mismos.
Si un particular cualquiera posee una empresa que cuesta 100 mil pesos y pide 3 millones de pesos a un banco, sin ofrecer ningún otro tipo de garantía que los mismos 100 mil pesos, es obvio que la respuesta será negativa. La obviedad no era, sin embargo, la regla en la CGF que, al momento de su intervención, había comprometido entre el 50 y el 55 por ciento de su cartera en este tipo de créditos.
Los préstamos que los dueños de la CGF sacaron a través de estas empresas de papel fueron a dar a una empresa Holding, Santa Berta, que realizó algunas actividades productivas, como la construcción del edificio Panorámico. Santa Berta llegó a acumular 2.500 millones de pesos de la época solamente gracias a estos préstamos indirectos.
El segundo tipo de delito, se refería al arrendamiento de inmuebles: dos empresas de papel del grupo Sahli-Tassara se adjudicaron la licitación de un edificio que una Asociación de Ahorro y Préstamos poseía en Moneda con Ahumada. Como no tenían con qué pagar, en una operación relámpago le arrendaron esa misma propiedad a la CGF, por diez años. Con el dinero del arriendo pagaron el edificio y se quedaron con 20 millones de remanente.
El proceso en contra de la CGF se inició hacia fines de 1981, por la administración provisional del banco, después de que fuera intervenido. Se presentaron querellas por estafa e infracción a la ley general de bancos, pero el tribunal de primera instancia dijo que sólo había pruebas suficientes para dar por configurada la estafa.
Los dueños de la CGF, Alejandro Mauricio Tassara y Bernardo Sahli, fueron procesados por ese delito junto al presidente del banco, Rodolfo Antonio Yunis, y un testaferro confeso, Gino Osvaldo Pellegrini. El proceso siguió con los inculpados en libertad hasta que el caso pasó a un ministro en visita. En 1990, Eduardo del Campo (hoy jubilado), cerró el sumario y absolvió a los procesados, planteando que la ley general de bancos dispone sólo una sanción de multa por las infracciones cometidas. Nada dijo de la estafa, que era el delito por el que en verdad se los acusaba.
En las apelaciones, que llegaron a verse sólo entre 1994 y 1995, los magistrados Alejandro Solís, José Luis Ramaciotti y Juan Araya, revocaron la resolución y condenaron a los inculpados por estafa y añadieron el delito de infracción a la Ley General de Bancos. Además determinaron que debían responder civilmente por dos mil 500 millones de pesos.
Las defensas recurrieron a la Corte Suprema. Finalmente, el 2 de diciembre de 1997 -dieciséis años después de iniciada la causa- la Corte Suprema revocó nuevamente la sentencia, exponiendo, en defensa de los derechos de los inculpados, que no podían ser condenados por un delito por el cual no fueron procesados en primera instancia: la infracción a la Ley General de bancos.
Por la absolución votaron Adolfo Bañados y los abogados integrantes José Luis Pérez y Vivian Bullemore. Por mantener la condena, los ministros Roberto Dávila y Guillermo Navas.
La abogada María Inés Horvitz, representante del CDE, se sintió profundamente frustrada: "El fallo es pésimo", dice. "La Corte Suprema no se pronunció sobre la estafa, delito por el cual estos ejecutivos sí habían sido procesados en primera instancia".
En un segundo proceso iniciado en 1981 contra el mismo Tassara todavía no se dicta la sentencia de primera instancia. La causa está ahora en manos del ministro en visita Haroldo Brito.
En otra causa, contra Javier Vial y todos los directores del Banco de Chile, BHC, Banco Andino y Panamá, lo que interesaba al fisco era atrapar al comité ejecutivo, que era la cabeza de todo el grupo económico y que controlaba todos los directorios y los bancos: el propio Vial, César Sepúlveda Tapia, Joaquín Emiliano Figueroa (ya fallecido), Rolf Lüders y Pablo Molina Benítez.
Recién en 1997, el fisco logró una sentencia definitiva de primera instancia en contra de doce directores, incluyendo a los mencionados.
Este es el único caso en que, al menos en primera instancia, se ha acogido la demanda civil. El abogado que representa al CDE, Víctor Hugo Rojas, está satisfecho. "En lo que respecta a los querellantes -el fisco, el Banco de Chile y el patronato nacional de la infancia- fue un pleno éxito, pues se acogió todo: la sanción penal, la indemnización civil y el pago de las costas".
Sin embargo, aún resta saber lo que pasará con los recursos que están pendientes contra la sentencia.
En 1985 se inició un juicio en contra del abogado que actuaba como Fiscal Nacional de Quiebras, junto a otras personas acusadas de haberse quedado con los dineros de varias empresas tras la declaración de bancarrota. La causa duró unos catorce años. Los inculpados fueron condenados en un principio a tres años con pena remitida, pero el CDE peleó hasta el final.
En la Corte Suprema uno de los acusados fue absuelto y al ex fiscal se le aumentó la condena a cinco años. Eso significaba que a sus 50 años de edad, cuando ya creía el asunto olvidado, tendría que ir a la cárcel por actos que cometió a los 35.
El propio abogado que representaba al fisco en las últimas instancias, Claudio Arellano Parker, se sintió golpeado. ¿Y si el ex funcionario se hubiese redimido?
El apogeo del fiscal Torres
La gestión de Hugo Rosende en el Ministerio de Justicia coincidió con el ascenso de un personaje a los más altos niveles de popularidad -o impopularidad, según como se lo mire- que haya alcanzado ningún otro funcionario del régimen militar.
Desde las pantallas de televisión, el rostro entre temible y compadrero del fiscal militar Fernando Torres Silva ha estado durante años presente en los hogares de todos los chilenos.
Los periodistas han seguido sus acciones en los más diversos casos político-policiales: las armas de Carrizal bajo, el atentado al general Pinochet, el secuestro del coronel Carreño, el asalto a la Panadería Lautaro, la fuga de Sergio Buschmann, el asesinato del dirigente de la UDI Simón Yévenes.
Torres, que inicialmente era sólo un oficial de rango medio, se convirtió en el célebre "fiscal ad hoc". El latinazgo le dio una prestancia que llegó a competir en la imaginería oficial con la del propio Pinochet.
El abogado, incorporado al aparato judicial del Ejército, tuvo un paso modesto por la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Le costó titularse. Roberto Garretón, contemporáneo suyo, recuerda que cuando ingresó a la carrera, Torres ya estaba en la Facultad. Y que cuando egresó, Torres seguía allí.
El fiscal estuvo estudiando desde fines de los 50 hasta 1965, pero vino a titularse recién en 1974, con una memoria sobre "la jerarquía militar".
Torres fue uno de los oficiales de Justicia del Ejército designado para participar en los Consejos de Guerra instaurados inmediatamente después del Golpe de Estado. Terminada esa función, fue contratado como asesor presidencial y jefe de la Secretaría de Legislación del Diego Portales.
Sus quince minutos de gloria llegaron años después con el atentado a Pinochet. Torres se convirtió en fiscal ad hoc para indagar todos los procesos en que estuviera involucrado el FPMR.
El Ejército lo dotó de grandes recursos y Torres creó una megaoficina, con abogados que hizo trasladar desde diversas dependencias militares. El mayor Francisco Baguetti lo ayudaba en el caso del atentado; el capitán Ricardo Latorre, en el de la Panadería Lautaro y el de los arsenales; Carlos Troncoso, en el secuestro del coronel Carreño.
Respondiendo a oficios de la Corte de San Miguel -que trataba de ponerle cortapisas al abuso de sus atribuciones-, Torres reclamó el trato de "Señoría".
El militar se sentía cómodo en su papel. Era una especie de súper procurador, beneficiado por las enormes facultades de que fue dotada la justicia militar, en perjuicio de la justicia ordinaria. Obtuvo también granjerías especiales -"pitutos" en nuestra jerga popular- que incrementaron sus ingresos. En 1986, Rosende firmó un decreto autorizando su contratación como "asesor jurídico" de Gendarmería.
El fiscal era generoso con las demandas de los periodistas. Alimentaba constantemente los noticiarios con el resultado de sus averiguaciones. Se movilizaba rodeado de guardaespaldas y procuraba no quitarse nunca sus lentes Rayban. Ganó fama de frío, calculador, experto en inteligencia, y cultivó la reputación de "amigo de Pinochet" y de su esposa, Lucía Hiriart.
Torres se jactaba de haber procesado a 120 integrantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, y afirmaba que en cualquier momento iba a atrapar a la cúpula.
Los detenidos bajo sus órdenes, denunciaron haber sufrido las más aberrantes torturas en cuarteles de la CNI. Muchos de ellos no lograban diferenciar entre los recintos de la policía secreta y la fiscalía. Torres, sordo a las quejas, aumentaba sus penurias con largas y reiteradas incomunicaciones.
El caso más dramático fue el de Karin Eitel, procesada por el secuestro del coronel Carreño, quien apareció en las pantallas de televisión nacional confesando su participación y dando, además, muestras evidentes de haber sido sometida a crueles torturas.
El propio coronel Carreño sufrió el rigor del suspicaz funcionario. Después de ser liberado por sus captores, fue recluido en el Hospital Militar para enfrentar numerosas y prolongadas sesiones de interrogatorio.
Las protestas contra las actitudes del fiscal ad hoc llegaron hasta las Naciones Unidas. El relator especial Fernando Volio afirmó que los "procesos hipertrofiados que atiende el fiscal Torres son contrarios al debido proceso legal y, por tanto, se apartan o desvían de lo normal en perjuicio de los derechos de los procesados y quienes los defienden".
Pero los tribunales de justicia no obstaculizaron su gestión.
Hasta que se metió con la Iglesia.
El fiscal, como Rosende y otras altas autoridades del gobierno militar, pensaba que la Iglesia era la protectora de la oposición al gobierno, y la posibilidad de probarlo se le presentó con el caso de la Panadería Lautaro. Asaltada el 28 de abril de 1986 por un grupo de militantes del FPMR, en su huida éstos se enfrentaron con Carabineros hiriendo de muerte al policía Miguel Vásquez Tobar. También murió uno de los asaltantes.
El hecho le sirvió a Torres para intentar de manera frontal el encausamiento de la Vicaría de la Solidaridad. Tomó como pretexto la ayuda médica que ésta le había prestado a Hugo Torres Peña, quien resultó ser uno de los acusados del asalto. El fiscal hizo procesar a médicos y abogados, desafiando incluso las decisiones de la Corte Suprema.
Durante la existencia de la Vicaría de la Solidaridad ésta sostuvo, es efectivo, relaciones con los partidos y organizaciones de ultra izquierda. Se estableció un diálogo en que las reglas de juego estuvieron perfectamente delimitadas. La vicaría defendía a las víctimas de atropellos a los derechos humanos (detenciones arbitrarias, torturas, crímenes, desapariciones), sin importar su creencia política; pero no aceptaba actuar como "pantalla" en la defensa de delitos de sangre o de otro orden que pudieran cometer los militantes de esas colectividades, aun cuando argumentaran legitimidad política. Para eso existían otros organismos, como el Codepu. Tanto el MIR como el FPMR estaban perfectamente al tanto de estos códigos e conducta.
Torres sostenía, empero, que los "terroristas" tenían en la Vicaría su retaguardia de protección. El argumento no era sólido desde el punto de vista legal, pero su instinto le decía que en ese organismo, colaborador o no de los grupos izquierdistas, las caras que él quería atrapar eran conocidas. Con astucias de sabueso, buscaba hacer caer en trampas a la institución.
En los interrogatorios a funcionarios menores de ese organismo, Torres usaba todo su poder de persuasión para intentar delaciones. Ponía el arma sobre la mesa y les decía: "Usted sabe que yo tengo el poder de meterlo preso o dejarlo libre".
El fiscal estaba obsesionado con el organismo eclesiástico. Quería saber todo sobre él: su estructura, organización, financiamiento, personal, procedimientos, vínculos, situación tributaria y el rol del Vicario. También quería conocer la identidad de las personas atendidas por la Vicaría, especialmente los heridos a bala. Pretendió apoderarse de todas las fichas médicas con la esperanza de reconstruir la estructura del FPMR.
La paciencia del obispo Valech se colmó cuando Torres allanó la sede de la AFP Magister para incautar antecedentes sobre las imposiciones de los empleados de la Vicaría de la Solidaridad desde 1981 a 1988.
Valech presentó dos recursos de queja ante la Corte Marcial, argumentando que el fiscal se había extralimitado en el ámbito de la investigación del asalto a la panadería Lautaro y estaba entrometiéndose en las organización y funcionamiento de la Vicaría de la Solidaridad. De hecho, los medios llamaban ahora a la investigación "el caso Vicaría".
El obispo defendió el secreto profesional. No estaba protegiendo a nadie en particular, sino que la sacrosanta institución eclesiástica del secreto de confesión, base de la confianza que millones de personas han depositado en la Iglesia por siglos. No se trataba tanto de una defensa en un momento puntual en la historia de Chile, como de la protección de los fundamentos de la creencia católica. Ningún poder político podía pretender avasallarlos.
La Corte Marcial había rechazado todas las anteriores quejas en contra del fiscal, aunque en más de una ocasión le había advertido, en forma privada, que morigerara su comportamiento. El presidente del tribunal, Enrique Paillás, le había dejado caer "consejos" y "observaciones" en las hojas de los expedientes. Hasta que se produjo esa resolución del 7 de diciembre de 1988, en que la Corte Marcial, por cuatro votos a uno, acogió inesperadamente el recurso de la Vicaría de la Solidaridad.
Votaron a favor los ministros civiles, Paillás y Luis Correa Bulo. Eso era predecible. Lo inesperado fue el voto favorable del representante del Ejército, brigadier general Joaquín Erlbaum y el de la Fuerza Aérea, Adolfo Celedón. Sólo la representante de Carabineros, Ximena Márquez, respaldó al fiscal ad hoc.
El fallo ordenó a Torres devolver las fichas incautadas en Magister, sin usar sus datos, y circunscribir su investigación a los hechos estrictamente vinculados con el asalto, abandonando su pretensión de entrometerse con la Vicaría.
El hecho produjo un terremoto en el Ejército. El fiscal general de la institución (superior a Torres, pero inferior a Erlbaum) el comandante Enrique Ibarra, comentó que el fallo había sido "político", influenciado por el resultado del plebiscito. Sus palabras, que acusaban a su superior de haberse puesto en el bando opositor, desataron una crisis aún mayor.
El martes 13, en Las Ultimas Noticias apareció el primer indicio de la catástrofe. El Ejército había pedido la renuncia a toda la plana mayor de la justicia militar: al general Eduardo Avello, que ocupaba el cargo de Auditor General del Ejército; al brigadier general Erlbaum, y a los auditores, coroneles Rolando Melo y Alberto Márquez, por sus discrepancias con Torres. El propio fiscal ad hoc se apresuró en anunciar que él ocuparía el más alto cargo en la justicia militar, reemplazando al general Avello, pese a la distancia en grado y antigüedad entre ambos. Es "una decisión del Mando que, en este caso en particular, me enorgullece", dijo al diario La Segunda.
Sus palabras desataron una ola de críticas de envergadura no sólo en la oposición. Uno de los principales dirigentes de la derecha, Miguel Otero, en ese entonces vicepresidente de Renovación Nacional, dijo: "En mis treinta y tres años de ejercicio profesional, nunca antes he tenido conocimiento de que luego de un fallo adverso a un fiscal militar, se llamara de inmediato a retiro al Auditor General y al miembro de la Corte Marcial. Le molestaba la oportunidad de la medida, pues era el argumento perfecto para quienes criticaban la falta de independencia de la justicia militar. "La mujer del César, no sólo tiene que ser honrada, sino que también debe parecerlo", dijo, recurriendo a la conocida sentencia.
El Mercurio y La Segunda editorializaron en contra de las destituciones. El vespertino dijo que "resulta difícil de comprender por lo inoportuna la sola eventualidad de que quien ha sido cuestionado por éstas (las instancias judiciales competentes) pudiera venir a sustituir a sus superiores jerárquicos".
En medio de la avalancha de ataques, el Ejército aparentó retractarse nombrando interinamente al general Rolando Melo Silva, quien, al asumir como auditor general, admitió que la justicia militar estaba en "crisis". Torres quedó como Fiscal General Militar, en reemplazo del comandante Enrique Ibarra, quien descendió abruptamente tras sus imprudentes comentarios.
Las especulaciones corrieron en los medios de comunicación. Se dijo que la propia Corte Suprema y la oposición en el generalato habían influido en el fracaso del nombramiento de Torres. Sin embargo, el 28 de diciembre, día "de los inocentes", la junta de generales, después de una jornada completa de deliberaciones en el Edificio Diego Portales, demostró que el fiscal ad hoc era mucho más poderoso de lo que se pensaba. Con la anuencia del comandante en jefe, representando en este caso por el vicecomandante de la institución, Torres fue ascendido al puesto de auditor general.
Sin complejos, ese mismo día la nueva autoridad declaró: "Yo creo que la crisis, a la cual se habría referido el coronel Melo, no existe". El subsecretario de Justicia y fiel asesor de Rosende, Luis Manríquez Reyes, entregó la opinión de esa cartera: "El fiscal Torres es un héroe de la democracia en Chile".
No opinó igual El Mercurio, que en un ácido editorial, apuntó derechamente a la decisión política detrás del nombramiento.
"El daño ya está hecho. En momentos en que el combate contra el terrorismo exigía alejar toda posibilidad de desprestigio de los instrumentos con que esa lucha debe llevarse a cabo, se dio prioridad a otras consideraciones, lo cual no hará sino dificultar su defensa cuando sea necesario. El dolido desconcierto de los partidarios del régimen es explicable. Y no puede sorprender el regocijo con que ciertos sectores opositores han seguido el episodio, que es, a no dudarlo, un obsequio para su propaganda".
La Corte Suprema le dio un último y final espaldarazo al revocar, el mismo día de su nombramiento, las sentencias de la Corte Marcial que lo habían castigado por su actuación en el caso Vicaría. Torres sería, como auditor general del Ejército, integrante del máximo tribunal cuando hubiera causas que interesaran a los militares y no lucía bien que un magistrado de esa categoría llegara con una queja disciplinaria a sus espaldas. Mejor era limpiarle los antecedentes.
Aunque el ascenso podría haber significado un alivio para la Vicaría, porque Torres, en su nueva función tendría que dejar los casos, la verdad es que por un tiempo continuó prestándoles atención. El mismo se encargó de avisar que perseveraría: "Los procesos son como los hijos. No se les puede dejar solos".
Ese verano, el fiscal militar Sergio Cea se presentó finalmente en la Vicaría a cumplir las órdenes de Torres. Llegó acompañado con los integrantes de su escolta vestidos de civil. Ese día sólo estaban en el edificio de la entidad el Vicario y un par de asistentes. No se atendió público y todo el personal fue autorizado a ausentarse. No querían ser vistos ni identificados por personal militar. Por lo demás, las fichas que buscaba Cea tampoco estaban allí. Precaución elemental.
Los asesores de Valech le habían sugerido que vistiera para la ocasión sus prendas de obispo, con báculo y todo. Pero el Vicario no quiso. Se limitó al simple traje negro con el clásico cuello clergyman.
Hizo pasar a Cea y le dijo en tono amable:
-Como sacerdote estoy obligado a respetar el secreto profesional y, además, soy custodio de la confianza que la gente ha puesto en la Vicaría; no acepto, por lo tanto, que se registre nuestra sede. Yo no puedo romper mis compromisos. Si usted quiere ver las fichas, tiene que pasar por sobre este obispo.
La sola presencia física de Valech, grueso y de elevada estatura, era lo bastante imponente como para intimidar al menudo y delgado Cea. Aunque estaba claro que no se trataba de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con el prelado.
Fue una medición de fuerzas que no duró más de quince minutos. Amabilidad y tensión se reflejaban al mismo tiempo en las caras del vicario, el fiscal y los escasos testigos de la escena. Cea optó finalmente por retirarse, ordenando el repliegue del contingente de carabineros que había estado esperando afuera para proceder al allanamiento.
Se acercaba el cambio de gobierno y Torres tuvo finalmente que desistir. Las causas contra militares que comenzarían a llegar a la Corte Suprema una vez que asumió el gobierno Patricio Aylwin, iban a ocupar en el futuro sus buenos oficios.
Una crítica a la justicia militar
El nuevo presidente de la Corte Suprema, al término del período de Retamal, fue Luis Maldonado, un antiizquierdista con fama de democratacristiano, de espíritu conciliador y experto en los asuntos del Poder Judicial.
Conocía a todos los ministros y jueces. Sus debilidades y fortalezas. Comenzó su mandato otorgándole un especial estatus a Hernán Cereceda, de quien valoraba su juventud y conocimientos. (Muchos años después, tras la acusación constitucional que lo destituyera, Maldonado confesaría a amigos suyos que sentía traicionada la confianza que había depositado en el ex ministro. Estaba arrepentido de haberlo ayudado).
Con sus ademanes suaves y amables, el nuevo presidente inauguró sin embargo el año judicial, con uno de los discursos más incendiarios que se haya oído a presidente alguno de esa Corte. Compitiendo con Retamal, planteó una severa crítica a la justicia militar.
Era sin duda un signo de que la transición política estaba comenzando.
Entre los invitados, que repletaban la sala de plenarios, a las 11 de la mañana de ese 1¡ de marzo de 1989, estaban desde el nuevo auditor general del Ejército, todavía coronel Fernando Torres, el procurador general de la República, Ambrosio Rodríguez, el ministro Rosende, hasta el vicepresidente de la Comisión Chilena de Derechos Humanos, Máximo Pacheco.
Maldonado alabó la decisión de poner fin a los estados de excepción, vigentes por tantos años. "Se ha concretado un anhelo del pueblo chileno", dijo. Pero pidió a las autoridades militares que indultaran, antes de marcharse, a los chilenos que terminado el exilio seguían condenados por haber ingresado ilegalmente a la Patria.
También celebró que se hubiera reducido el período de presidencia de la Corte Suprema a tres años. Las cosas volvían a su sitio. Protestó por el escaso porcentaje del presupuesto asignado al Poder Judicial (apenas un 0.74 en ese momento) y demandó una vez más la autonomía económica para ese poder del Estado. Era un mensaje dirigido más a los dirigentes de la Concertación que a los del gobierno saliente.
Maldonado dijo que la Corte Suprema estaba oyendo en silencio las críticas, para aceptar lo válido y desechar lo impropio. Era una postura distinta a la expresada sólo dos años antes por el pleno del máximo tribunal, que había rechazado las quejas a su incapacidad para hacer justicia, diciendo simplemente que "los tribunales de justicia son fieles cumplidores de la ley, que para ellos sigue siendo la razón escrita".
El Presidente se mostraba más abierto. Y no podía evadir el tema de la cuestionada justicia militar. Remeció a su audiencia reconociendo que los tribunales militares juzgaban a más civiles que uniformados, en un porcentaje que superaba el 80 por ciento. El reemplazo de un tribunal ordinario por uno militar, dijo el ministro, "ocasiona un grave desmedro para las garantías procesales del civil imputado". La independencia judicial y la confianza de la ciudadanía en tales tribunales especiales estaba en cuestionamiento, agregó, y demandó normas que retrotrayeran las cosas como al principio. Los juzgados militares, para militares. Los ordinarios, para los civiles.
El auditor Torres respondió que las críticas a la justicia militar se debían al desconocimiento sobre la materia, y las provocaba la "publicidad intencionada de ciertos sectores".
La reforma solicitada sería una de los primeros cuerpos legales aprobados por el gobierno de Aylwin en el paquete conocido como "leyes Cumplido".
La "ley caramelo"
Apenas asumió como ministro de Justicia, en enero de 1984, Rosende tomó una medida que había sido rechazada por la Corte Suprema el año anterior. Aumentó el número de ministros en el máximo tribunal, que de trece pasaron a ser dieciséis. Los nombres de los tres nuevos integrantes habían sido seleccionados por el secretario antes incluso de crear las plazas.
El orden en el nombramiento también fue analizado cuidadosamente.
Primero, Hernán Cereceda, el 10 de enero de 1985. El ex ministro y ex presidente de la Corte de Apelaciones contaba con los méritos formales mínimos para ascender. Por cierto, también y principalmente, con los merecimientos políticos: una completa afinidad con el gobierno militar. El general Pinochet lo había premiado en una ocasión y Cereceda se demostraba agradecido. Rosende ponía las manos al fuego por él.
Luego Jordán, el 15 de enero. Por antigüedad no podía postergarse su nombramiento. Algunos en el gabinete, como Jaime del Valle, tenían una excelente opinión de él. Sin embargo, otros hicieron reparos. Estaban bien enterados de sus antecedentes personales. De su afición por el alcohol y los prostíbulos desde sus tiempos de ministro en Punta Arenas. Pero Rosende lo consideraba un incondicional y eso era lo que le importaba. Lo nombró, sin embargo, en segundo lugar, para estropear su oportunidad de llegar a ser presidente del tribunal antes que Cereceda. No contaba en los planes del secretario de Justicia que en el futuro su preferido sería destituido por una acusación constitucional y que sería Jordán y no él quien se invistiera como presidente en 1996.
El tercero en la lista fue Enrique Zurita, designado el 21 de enero de 1985. Un hombre modesto, probo, amable, que tuvo muchas dificultades en su juventud para estudiar, pues proviene de una familia pobre, y que ha mantenido históricamente una postura invariable en favor del régimen militar.
Con los nombramientos de Cereceda y Jordán, especialmente hacia el fin del gobierno militar, comenzó a hablarse de una institución antes poco difundida: los estudios de abogados "con llegada a la Suprema". Los grandes consorcios y los empresarios comenzaron a preferir los servicios de aquellos profesionales para aumentar sus posibilidades de éxito ante el máximo tribunal.
Pese a las quejas, entre otros, del Colegio de Abogados que pedía terminar con la práctica de los "alegatos de pasillo", se creó un circuito más o menos organizado para ejercer el tráfico de influencias. Algunos abogados incluso pedían a sus clientes montos adicionales a sus honorarios para "sensibilizar" a los magistrados.
Los ministros honestos e independientes, aún en su calidad de testigos de estos actos, no estaban en condiciones de reaccionar ni oponerse. El gobierno militar tampoco puso coto a tales prácticas. El control político era su objetivo.
Retamal estaba en la presidencia de la Corte y, aunque algo se había moderado después de la sanción que le impusieron sus colegas en 1984, en cada marzo, al inaugurar el año judicial, dejaba caer un pasaje aquí y otro allá para criticar al gobierno.
En 1986, por ejemplo, el magistrado alabó indirectamente a la Vicaría de la Solidaridad, comparándola con las corporaciones de asistencia judicial. Al año siguiente, en el preludio de la visita del Papa, el ministro declaró que marzo debía considerarse "el mes de la benevolencia, en contraposición al tiempo de la severidad". En el último de sus discursos, en 1988, aprovechó que dejaba el cargo para traspasar los límites permitidos. Comentó que las disposiciones del artículo 24 transitorio de la Constitución y el resultado de los recursos de amparo que contra él se dictaban estaban cuestionando la independencia del Poder Judicial. Recordó que los tribunales rechazaban los amparos porque aparentemente el artículo 24 no era susceptible de recurso alguno, aunque otro artículo del mismo cuerpo legal garantizaba la vigencia del habeas corpus siempre.
"Se ha dicho que tal interpretación literal del precepto prohibitivo demostraría una falta de independencia de criterio con respecto al Poder Central", dijo Retamal. Opinión que, como había dejado en claro anteriormente, personalmente compartía.
El presidente de la Corte Suprema no era, sin embargo, un problema realmente grave para Rosende, quien sabía que contaba con una mayoría a su favor en el máximo tribunal. Y se había preocupado de que en el resto de la judicatura, sus preferidos estuvieran bien ubicados. Creía que la mejor manera de garantizar la estabilidad del régimen militar y la preservación futura de las instituciones creadas por éste, era nombrar jueces que jamás lo tocaran políticamente.
-Este juez es probo. Todos los asuntos que rozan con la parte política, los va a fallar siempre bien, porque es un hombre recto, -era la explicación tipo que Rosende daba a otros miembros del gabinete sobre sus promociones.
-¿Sabe?
-Mira, más o menos, pero me da una garantía: jamás se va a meter en política.
Un ministro del gobierno militar cuenta que dos veces el magistrado Ricardo Gálvez estuvo en una quina para subir a la Corte Suprema y que él personalmente abogó ante Rosende para que lo nombrara. Le contó al ministro de Justicia sobre su larga trayectoria como académico, del prestigio que tenía en el ámbito universitario, de su erudición como jurista. Rosende respondía que estudiaría su caso, pero no lo nombraba.
Ambos secretarios de Estado tuvieron un diálogo cuando en la quina que presentó la Corte Suprema al gobierno iban los nombres de Gálvez y Germán Valenzuela Erazo.
-Gálvez sabe más. Es mejor juez.
-Pero Valenzuela es más confiable, -replicó Rosende.
Gálvez tampoco fue nombrado por Aylwin. Sus votos en causas por derechos humanos y especialmente el que respaldó la expulsión de Jaime Castillo Velasco de Chile le pesarían por siempre.
Que "no se metan en política" era la obsesión del ministro de Justicia. Política definida, por supuesto, como política disidente. La extrema independencia no le gustaba. Por ese tiempo el abogado Francisco Merino recibió un llamado en su casa del ministro de Justicia.
-Pancho, te llamo para decirte que acabo de tener el honor de firmar el decreto que te designa abogado integrante, -le dijo Rosende.
Merino, sorprendido, le respondió en forma cortés pero tajante:
-Don Hugo, le agradezco mucho, pero entonces, a continuación, borre de su agenda el número telefónico de mi casa.
El nombramiento de Merino nunca salió de las oficinas de Rosende.
El secretario de Justicia, no obstante, se daba cuenta de que los ministros de la Corte Suprema, por leales que le fueran, habían envejecido tanto que no podría contar con ellos por mucho tiempo más.
Como político sagaz, estaba consciente de que necesitaría renovar la Corte para asegurarse el respaldo al Ejército durante la siguiente década.
Esperó el resultado del plebiscito. Después del triunfo del No, el 5 de octubre de 1988, supo que inevitablemente habría que entregar el Poder y que la "obra" del régimen militar se vería amenazada por una avalancha de procesos por violaciones a los derechos humanos. A lo mejor hasta se derogaba la ley de Amnistía.
Tenía que hacer algo.
Dos semanas después del plebiscito, nombró al ministro Juan Osvaldo Faúndez como nuevo integrante de la Suprema. De antecedentes personales intachables, Faúndez era ciertamente un incondicional.
Necesitaba más.
Pujó, entonces, por la aprobación de la llamada "ley caramelo". El cuerpo legal, que había sido obra suya, estaba estancado en la Junta de Gobierno desde junio de 1988, junto a otras de las llamadas leyes de "amarre", pues los proyectos eran cuestionados en su constitucionalidad.
Tras el plebiscito, Rosende presionó por su aprobación y consiguió lo que quería: el gobierno ofreció sumas millonarias a los ministros de la Suprema que decidieran jubilar antes del 15 de septiembre de 1989. Gracias al "caramelo", se retiró buena parte de los ministros más antiguos. Y Rosende llenó rápidamente los cargos con quienes creyó proclives al régimen.
El 12 de mayo de 1989, Roberto Dávila ascendió desde su cargo de relator de la Corte Suprema. El gobierno lo consideraba erróneamente un incondicional, por sus fallos en favor de la Ley de Amnistía.
En la misma camada subieron Lionel Beraud, el 29 de mayo de 1989, y Arnaldo Toro, el 12 de julio de 1989, aunque otros integrantes del gabinete tenían la peor de las opiniones sobre ellos. De Beraud, por su bajo nivel intelectual. De Toro, por leyendas de actuaciones irregulares que lo perseguían desde los tiempos en que estaba en la Corte de Temuco. Uno de los miembros del gabinete recibió expedientes sobre procesos por incendios en que los votos del magistrado daban siempre la razón a los autores. Incluso cuando los incendiarios estaban confesos.
En septiembre, ascendieron Marco Aurelio Perales, Hernán Alvarez y Germán Valenzuela Erazo. Todos considerados pinochetistas, aunque Alvarez resultaría ser uno de los líderes de las posturas reformistas en el futuro.
Finalmente y, ya en el umbral de la entrega el poder, Rosende designó a Sergio Mery Bravo, que hasta entonces se desempeñaba como secretario del tribunal.
El ministro, que con sus cuarenta años de ejercicio conocía el Poder Judicial mejor que nadie, ignoró las advertencias de los demás miembros del gabinete. Todos sus escogidos iban a las celebraciones de 19 de septiembre en el Club Militar y varios continuaron haciéndolo después del cambio de gobierno. Serían leales, creyó.
El reforzamiento del Poder Judicial en favor de los intereses del régimen, no pasó inadvertido para la oposición, que se lanzó en picada en contra de la "ley caramelo".
El Mercurio defendió a Rosende. El 28 de septiembre de 1989 ese matutino afirmó en su editorial: "Cabe preguntase si en caso de detentar el poder, se habrían abstenido los personeros de aquélla (la Concertación) de hacer otro tanto, o al menos de intentarlo".
Ya sabía el gobierno militar y los líderes oficialistas que la Concertación planeaba crear el Consejo Nacional de la Justicia. El Mercurio atacaba la iniciativa de antemano argumentando que el Colegio de Abogados o las facultades de Derecho, que tendrían participación minoritaria en esa entidad, podrían ser usados "por la izquierda" para tomar parte en los nombramientos del Poder Judicial. Sostenía el matutino:
"Si la autoridad consideró o no tales elementos es un punto opinable. Pero si lo hizo, no sólo obró legítimamente y conforme a derecho, sino que logró anticiparse a un eventual atentado contra el ordenamiento judicial de la república", esgrimía el matutino.
"Estas columnas han mantenido una posición invariable de crítica a ciertos aspectos negativos de la judicatura, y de apoyo a reformas que, a su juicio, perfeccionarían el sistema judicial chileno. Pero tales mejoramientos no podrían, en caso alguno, atropellar los principios fundamentales del derecho en que el sistema se funda. La actual Corte Suprema no es nueva. Es la misma, en su espíritu y hasta en alguno de sus integrantes, que en su acuerdo del pleno del 25 de junio de 1973 advirtió al Presidente marxista de la época: 'Mientras el Poder Judicial no sea borrado como tal de la Carta Política, jamás será abrogada su independencia'".
Los partidos oficialistas también respaldaron las medidas de Rosende.
En total, el ministro de Justicia de Pinochet nombró a doce de los diecisiete ministros que conformaban la Corte Suprema en 1990, cuando Patricio Aylwin tomó el mando, los que sumados a Marcos Aburto y Emilio Ulloa, ascendidos en 1974, totalizaban catorce nombramientos bajo el gobierno militar.
Sólo Rafael Retamal y Luis Maldonado, en la Corte desde 1966, y Enrique Correa Labra, nombrado por Allende en 1971, habían llegado antes, pero de estos tres, el gobierno militar confiaba en que Maldonado y Correa se negarían a dar nuevas interpretaciones a la ley de Amnistía.
Esta nueva Corte Suprema estaba dotada de facultades que jamás tuvo en las constituciones anteriores a 1980. Su presidente integraría el Consejo de Seguridad Nacional, junto a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas, y tendrían la facultad de nombrar a tres senadores designados: dos entre ex ministros y uno, entre un ex contralor.
El ministro de Justicia podía decir con toda propiedad: "Misión cumplida".